En las películas sobre la Segunda Guerra Mundial abundan la sangre, las bombas y los tanques. La tensión sobrevuela, pero al contrario de lo que suele reflejar el cine, el horror de ese nazismo en pañales nunca asoma en «El año que dejamos de jugar», una película que adapta la novela biográfica «Cuando Hitler robó el conejo rosa», escrita por Judith Kerr y una lectura recurrente en los colegios alemanes. El escalofrío es aquí más sutil.
En lugar de ahondar en los síntomas que propiciaron la victoria del nacionalsocialismo germano, impulsado por el antisemitismo creciente, la depresión económica o el revanchismo del país tras la derrota en la Gran Guerra, la película dirigida por Caroline Link utiliza como excusa un peluche para hablar de la infancia y los refugiados a través de este periodo oscuro.
Un pretexto para abordar la única vía de escape posible contra el miedo, bajo la protección de la familia y armados solamente de buenos recuerdos, pero también una metáfora para representar esa infancia robada de Anna, la joven protagonista, una niña de nueve años que se ve obligada a huir de su país, a dejar atrás su casa y a sus amigos, y que, en ese éxodo hacia un mundo mejor, se ve forzada a dejar al conejo rosa por el camino. «Igual que el abrigo rojo en "La lista de Schindler", son recursos que se suelen emplear como herramienta emocional, aunque con significados diferentes en ambas películas. En este caso, el conejo rosa representaba su casa, la seguridad y su infancia en Alemania», aclara la cineasta germana, ganadora del Oscar a la mejor película extranjera en 2003 por «En un lugar de África», donde también abordaba la huida de una familia judía, en esa ocasión a Kenia en lugar de terminar en Reino Unido.
El año que dejamos de jugar
«Lo especial de esta historia es que se aborda desde una perspectiva que no da miedo, que no es brutal ni cruel pero sí muy profunda. Anna viene en medio mismo de nuestra sociedad, no es una niña pobre ni de Oriente Medio ni de África, sino una con la que los niños alemanes se pueden identificar. Poco a poco se da cuenta de que nunca va a regresar a su hogar ni a su antigua vida, pero decide vivirlo como una aventura», cuenta a ABC Link, que asegura que Judith Kerr siempre solía refererirse a esa época como «el momento más feliz de su vida». «Cuando me enteré, la llamé por teléfono y le dije: "¿Cómo puedes decir eso si eras una refugiada, sin casa?" Y ella me dijo que le daba igual, que estaba con sus padres y que sabía que, si estaban juntos, nada malo les podía pasar. Es esa paradoja, la tristeza de perder tu hogar y la seguridad que te dan tus padres en un viaje de aventuras», reflexiona la directora de «El año que dejamos de jugar», donde los recuerdos biográficos «coloreados» de Kerr cobran vida en la pantalla. «No quería que cambiáramos nada, en especial sobre su padre. Era importante que no se manchara su memoria», asegura Link.
En la película, la opresión que obliga a huir a la familia protagonista nunca se ve, pero siempre se intuye. Sus dificultades se reflejan en el hastío y desconfianza de su casera en París, en la soledad de los niños en Suiza y, sobre todo y como única concesión al mundo violento que dejaban atrás, en una conversación entre los personajes en la que hablan de la tortura que sufrió un conocido en Alemania, al que obligaron a comer desnudo y atado como un perro. «Es la especialidad de Judith Kerr. Solamente durante algunos segundos abre pequeñas ventanas a ese mundo oscuro», concede la también guionista del filme.
También Caroline Link es partidaria de hablar desde la madurez a los niños, como hace en esta película infantil con doble lectura, pero no en «compartir todo con ellos. No es necesario explicárselo todo, no hay que darles toda la información. Hay que darles esperanza y optimismo pero no creo que los padres deban ser sus amigos sino más fuertes que ellos».