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Puede que Francis Scott Fitzgerald haya sido el narrador más elegante del siglo veinte. Y que, de no haberse roto, hubiera sido, sin más, el más grande de sus prosistas. Pero se rompió. Él lo narra en un desolado texto de 1936, «El crack-up», que podría traducirse como «la resquebrajadura» y que es el acta notarial de una bancarrota anímica, cuando alcohol, locura y muerte han puesto ya cerco blindado a su talento. Encerrado en un hotel barato, alimentándose de latas, con unos céntimos en el bolsillo, el que fue el mejor pagado de los escritores hace sosegada arqueología de su derrumbe. Había escrito cómo un día, atravesando Nueva York en taxi, lo aplastó la «exquisita tristeza» de saber que...
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