El más célebre de los cuatrocientos mil andaluces que se decantaron el pasado 2-D por la minoría más exigua del nuevo parlamento regional, José Antonio Morante Camacho, ha visto vandalizada su residencia y recibido amenazas de muerte e insultos («maricón», singularmente, en acendrada tradición comunista: es legendaria la homofobia del psicópata asesino Ernesto Che Guevara). No cabía esperar otra cosa cuando, en la misma noche electoral, el líder nacional de otro partido espoleó a la turbamulta en su estallido furibundo contra los resultados de los comicios. Se está poniendo el ambiente de lo más navideño, o sea, pero podemos al menos congratularnos de que la agresividad esté siendo, hasta ahora, unidireccional. Los pacíficos vecinos de La Puebla del Río, con su alcalde socialista a la cabeza, han repudiado las sevicias padecidas por su afamado paisano y, ay, comprendido enseguida el significado exacto de la «alerta antifascista» decretada por Pablo Iglesias e implementada al toque por unos esbirros que lo mismo perpetran señalamientos para el repudio en Marinaleda que redecoraciones indeseadas en la casa de un torero. Se genera un clima de «todovale» contra una determinada opción política, lo que siempre es una espiral peligrosa: estas cosas comienzan con un sonriente deslizarse por gamberradas más o menos graciosas (menos o nada, en realidad) y terminan con alguien descalabrado e incluso peor. ¿Qué clase de idiota es aquél que se empeña en despertar al cafre que cada español lleva dentro? Y siempre cabe citar a Joseph Fouché cuando se trata de debelar la violencia política que con tanto entusiasmo él practicó para luego arrepentirse: «Es peor que un crimen, es un error». Cada rebuzno de la izquierda asilvestrada multiplica las simpatías hacia Vox. Pero no se quieren enterar.
