Las ideas geniales suelen aparecer en los sitios más insospechados, de la ducha al cuarto de baño. A Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978), la inspiración para su última novela le llegó caminando. La escritora argentina había quedado a comer con su padre, en su ciudad natal, y se le encendió esa bombilla que puede pasarse años sin iluminar. En su imaginación, había dado con los «kentukis», unos dispositivos tecnológicos, a medio camino entre los peluches y las mascotas, manejados por personas completamente anónimas.
En su ficción, estos aparatos son comercializados, de manera que se establece una perturbadora relación entre dueños y «kentukis», que nunca llegan a conocerse. Ella se lo contó, «emocionada», a su progenitor, que se entusiasmó «un montón» y le dijo que tenía que registrarlo «antes de que lo agarren los chinos, se puede hacer un montón de dinero». Pero Schweblin «no tenía tiempo» para esas cosas y él, muy desilusionado, le dijo: «Bueno, escribirás una novela...». Eso hizo, y la tituló «Kentukis» (Literatura Random House).
Es curioso, porque la novela no refleja una realidad lejana y distópica, sino la tecnología más cotidiana.
Sí. Me sorprende que haya lectores que hablen de ciencia ficción o literatura distópica. Yo lo siento en un presente absoluto. Vivimos en un mundo hipertecnologizado, que llevamos de una manera muy natural. Pero, cuando esa tecnología pasa al libro, necesitamos etiquetarlo. ¿Qué nos está pasando con la tecnología, que no la podemos pensar como propia en la ficción?
Pero, en ese sentido, ¿somos conscientes de cómo exponemos nuestra intimidad en las redes, por ejemplo?
No. Lo que nos falta, quizás porque la tecnología avanza demasiado rápido, es poner ciertos límites, como sociedad, a todo esto que está pasando. Todo tipo de límites: legales, éticos, morales, políticos… Nos faltan límites.
¿Y cómo los ponemos?
Hacernos las preguntas sobre estos límites es una de las mejores maneras.
Por algún sitio se tiene que empezar.
Así se empieza. Claramente, la delimitación de esas zonas siempre va a ser problemática, diferente en distintas sociedades, clases sociales, géneros... Pero el problema es que ni siquiera hay zonas, todavía. Hace unos meses, hubo un caso en Berlín de una chica a la que golpearon muy fuerte en el metro dos hombres. Vivimos en una sociedad en la que todo el tiempo estamos siendo mirados, pero esa mirada es invisible, no hay nadie al otro lado. Esta pobre chica no sólo fue víctima de estos dos señores, sino que después la penalización social fue mostrarla. Socialmente, ahora un acto violento penaliza tanto a la víctima como al agresor.
Incluso, a veces, penaliza más a la víctima que al agresor.
Sobre todo con las mujeres.
¿Somos tan voyeurs como nos pinta?
En el fondo, sí. El instinto lo tenemos todos. Me pregunto si no habrá, también, una pulsión irrefrenable por saber cómo es el otro para entenderse a uno mismo. Uno todo el tiempo está cargado de la necesidad de tener un juicio de valor. Y el voyeurismo tiene mucho que ver con ese espejo en el que uno se ve con el otro. Pero para eso necesitas verlo a escondidas.
Precisamente, la relación con el kentuki funciona porque no puede hablar y, por tanto, no puede emitir juicios de valor sobre el dueño.
Por eso esas relaciones terminan por no funcionar. En un principio, el kentuki no tiene lenguaje, funciona un poco como una mascota. La tecnología nos funciona como espejo y tenemos la sensación de que realmente estamos siendo entendidos y aceptados tal como somos. Pero, tarde o temprano, todas las conexiones traen su propio lenguaje y empiezan los juicios de valor.
A mí me aterra que, como en aquella película de Spike Lee, «Her», la tecnología llegue a sustituir a nuestros afectos personales y ya no sepamos cómo querer a alguien de carne y hueso.
Un dispositivo que no te juzga y no te interpela, que no te cuestiona, a primera vista parece ser más amigable que alguien que sí lo hace. Pero en el primero estás dialogando contigo mismo y tus propios deseos, y en el segundo estás dialogando con alguien más.
De hecho, la novela es una reflexión sobre la soledad que parece extenderse en nuestra sociedad...
Absolutamente.
A ver si el problema no van a ser las máquinas, sino el mal uso que de ellas hacemos…
Absolutamente, porque hace décadas que se viene escribiendo sobre la tecnología, incluso cuando la tecnología no la teníamos tan a flor de piel. Philip K. Dick escribía sobre tecnología…
¡Orwell!
Claro, Orwell. Pero seguimos pensando en la tecnología como en la tecnología del mal, que en algún momento te va a dar un coletazo terrible por su inteligencia artificial, por un Gobierno que lo controla todo, por una megacorporación… Yo no digo que nada de eso no vaya a pasar; va a pasar, pero, hoy por hoy, el problema que tenemos con la tecnología, que es absolutamente neutra, es que del otro lado de los dispositivos hay otro ser humano, y es en ese ser humano donde está el «mal», lo violento, ese cruce sin límites. No porque el otro sea el mal, sino porque nosotros mismos somos el mal, en el sentido de que no terminamos de entender hasta qué punto podemos ser violentos sin saberlo cuando nos metemos en la mentalidad del otro.
Con un problema añadido, que es el anonimato. Hace unas semanas, Alma Guillermoprieto se lamentaba en estas páginas de cómo ese anonimato ha posibilitado el discurso de la rabia.
Un discurso de la rabia que, además, siempre se mueve en los extremos, que tantos problemas han traído a la Historia de la humanidad.
Y vamos hacia eso, cada vez más.
Y con una velocidad que no sé cómo lo vamos a frenar, y suscitado por nosotros mismos.