Crisis económica. Pérdida de confianza en un sistema que no es capaz de resolver los problemas cotidianos de la gente. Auge del patriotismo ultranacionalista. Culpabilización del último de la escala social de los males que aquejan al país. Desprecio de las clases dirigentes por su desconexión con la sociedad. Búsqueda de modelos alternativos de organización social.
Es un diagnóstico de lo que en algún momento de la última década ha recorrido todos los países europeo. Pero, también, de lo que estaba a punto de ocurrir hace 100 años en Europa tras la firma del armisticio, el 11 de noviembre de 1918, por el que Alemania se rendía ante los aliados.
"La Primera Guerra Mundial había destruido el optimismo y la fe en la idea de progreso y en la capacidad de la sociedad occidental para garantizar de forma ordenada la convivencia y la libertad civil", explica el historiador Juan Pablo Fusi.
Lo peor vendría dos años después, en 1919, cuando la Alemania derrotada firmó el Tratado de Versalles, calificado de diktat por las reparaciones de guerra exigidas, fundamentalmente por Francia, a su enemigo. Las reparaciones económicas nunca pudieron llegar a ser satisfechas, pero las territoriales sí lo fueron. Las primeras, arruinaron el país; las segundas, lo humillaron: pobres y humillados, los alemanes terminaron sustituyendo la República de Weimar por el nazismo.
Antes de la firma del armisticio, Lenin ya había conquistado Rusia para los soviets y se disponía a fundar la URSS. Al año siguiente del armisticio, se funda el partido Nazi en Alemania; una Italia insatisfecha con los resultados del Primera Guerra Mundial, a pesar de estar en el bando vencedor, se entrega a Mussolini en 1922. Miguel Primo de Rivera da el golpe en 1923, 13 años antes de que Franco aseste el suyo, que desembocó en la Guerra Civil y la dictadura. 1923 es también el año de Salazar en Portugal. La dictadura húngara de Horty arranca en 1920; la de Grecia, en 1936, cinco años después de que Japón incendiaria Asia con su guerra con China en Manchuria.
Y, todo esto, ante la incapacidad de la Sociedad de Naciones de ejecutar su principal mandato: la resolución de los conflictos a través de la diplomacia, entre otros motivos porque, su principal impulsor, EEUU, al final no se incorporó al organismo.
Los felices 20 duraron poco, y fueron sobre todo en Estados Unidos, hasta la crisis económica de 1929, que arruinó a medio país.
Europa vivió hace 100 años el fin de una guerra, y sembró las semillas de la Segunda. La primera duró cuatro años; la segunda, seis. En la primera murieron unos diez millones; en la Segunda, unos 50.
"Democracia y paz serían, sin embargo, aspiraciones poco menos que quiméricas", escribe Fusi: "Europa había perdido el pulso vital y el tono moral que le habían llevado a hegemonizar el mundo antes de 1914 . La guerra dejó un balance de diez millones de muertos y cerca de treinta millones de heridos, una gigantes-ca catástrofe humana y demográfica, y destrucciones y devastaciones a escala desconocida, con un coste incalculable. El nuevo orden creado en París nació bajo el signo de la inestabilidad y los conflictos. Las nuevas naciones del centro y este de Europa, especialmente, nacieron condicionadas por el doble peso de la herencia de la guerra (gravísimos daños materiales, fuerte endeudamiento exterior, inflación, inestabilidad monetaria, pago de reparaciones en el caso de los países derrotados, sostenimiento de ex combatientes, viudas y huérfanos, desempleo) y por las casi insalvables dificultades que los problemas de tipo étnico y los conflictos fronterizos plantearían en cada caso a la propia construcción nacional. La guerra, además, había trastocado toda la economía mundial. Todas las economías de posguerra tuvieron que hacer frente a fuertes crisis inflacionarias –Alemania fue el caso extremo– y a una acusada inestabilidad monetaria".
"En los años 30 entraron en crisis los sistemas liberales europeos, amenazados por el fascismo y la derecha reaccionaria después de la crisis del 29", reflexionaba el secretario general de Podemos, Pablo Iglesias en eldiario.es: "Había además un desafío geopolítico sobre quién sustituiría a una Gran Bretaña muy debilitada después de la gran guerra. Los aspirantes eran Alemania y EEUU, al tiempo que la URSS demostraba su capacidad para industrializarse. La respuesta fueron diferentes estilos de keynesianismo; tanto en Estados Unidos como bajo sistemas totalitarios como Alemania o Italia. Hoy el debate contradictorio sobre la soberanía y la geopolítica vuelve. No imagino en el corto plazo una gran guerra pero aquellos grandes debates vuelven a ser claves. Estamos en una época en la que conviene recordar los años 30, cuando los regímenes liberales entraron en crisis y se salió de ella con alianza de la clase trabajadora, liberales y fuerzas políticas patriotas, que fueron la base de sostenibilidad del proyecto político de Europa. Hay que dotar de significado a la palabra soberanía".
"Con la Rusia comunista y la Italia fascista", explica Fusi, "Europa no era ya igual a liberalismo, derechos del individuo, libertades y democracia. Entre 1922 y 1940, se establecieron dictaduras en España, Albania, Portugal, Polonia, Lituania, Yugoslavia, Alemania, Austria, Letonia, Estonia, Bulgaria, Grecia y Rumanía. La mayoría de esas dictaduras no fueron formas de fascismo –algunas de ellas incluso reprimieron a los movimientos fascistas– sino dictaduras de inspiración por lo general conservadora y casi siempre nacionalista. Pero tuvieron algo en común con el fascismo: todas ellas quisieron establecer, ante el aparente fracaso de los sistemas de partidos y parlamentarios, un nuevo tipo de orden político autoritario y estable como base del desarrollo económico y social, 'nacional', de sus respectivos países. Dirigidos en muchos casos (no en todos) por hombres enérgicos y carismáticos, las dictaduras de los años de entreguerras fueron regímenes en general de 'regeneración', 'salvación' o 'unidad' nacional, justificados sobre políticas estatales de protección y asistencia social: respondieron, en suma, a la necesidad de gobiernos fuertes y de afirmación nacional que las masas, cada vez más nacionalizadas, parecieron requerir en una época de crisis intensa y generalizada".
No han dan golpes de Estado ni provocan guerras civiles. Disputan el poder en las urnas. Pero, como hace 100 años, se aprovechan del desgaste de los sistemas políticos liberales y las consecuencias de la crisis económicas, siembran miedo, odio y recurren al patriotismo ultranacionalista de bandera.
Donald Trump es el presidente de EEUU, y conserva el Senado a pesar de haber perdido la Cámara de Representantes el martes pasado. Matteo Salvini es el hombre fuerte de Italia. Víktor Orban tiene un proceso abierto en la UE por traicionar los valores fundamentales de la Unión. La única que amenaza a Emmanuel Macron es Marine Le Pen. Steve Bannon se instala en Europa para crear una Internacional de extrema derecha, y las izquierdas parecen incapaces, no ya de frenarlo, sino derrotarlo.
"La globalización ha empobrecido a sectores", afirmaba a eldiario.es el diputado del PSOE por Teruel, Ignacio Urquizu, "y hay un montón de gente que está viendo que bajan salarios y se están empobreciendo. Todo lo que tiene que ver con la globalización y el cambio tecnológico está generando ganadores y perdedores, que se están rebelando. Y las soluciones simplistas se imponen. No es tanto de extrema derecha, porque en cada país se está expresando de formas distintas". "Lo que está uniendo a todos estos movimientos", prosigue Urquizu, "es el rechazo a los cambios comunes en los países, la globalización, un nacionalismo económico".
"El fascismo es un producto histórico que no se ajusta del todo bien al fenómeno actual de irrupción de la extrema derecha", escribía el coordinador federal de IU en eldiario.es: "Tras la derrota del eje germano-italiano en la II Guerra Mundial y la construcción de las democracias europeas a partir de un espíritu antifascista, los partidos que se declaraban herederos de los regímenes fascistas del período de entreguerras nunca tuvieron una gran presencia electoral. La excepción fue el Movimiento Social Italiano (MSI), que se declaraba neofascista y que llegó a recibir hasta tres millones de votos –un 9%- en los setenta. Pero en la década de los ochenta empezaron a surgir nuevos partidos que se cuidaron mucho de no emplear las simbologías y terminologías fascistas. Estas nuevas organizaciones asumían parte de la ideología y programa de sus competidores directos, pero con nuevas tácticas para evitar la estigmatización pública. Gracias a ello, fueron desplazándolos de la arena política. En Alemania fue sintomática la irrupción de Die Republicaner en 1983 y de Alternative für Deutschland en 2013, mientras que en Italia la fundación de la Liga Norte en 1989 terminó por hundir al MSI. También paradigmática fue la fundación en los setenta del Frente Nacional en Francia, constituida a partir de pequeñas organizaciones fascistas, y su conversión ideológica y generacional en 2011 con la llegada al liderazgo de Marine Le Pen. Uno de los rasgos clave de esta «nueva extrema derecha», y que lo diferencia de sus antecesores, es que son capaces de llegar a una base social mucho más amplia, menos ideologizada y, en consecuencia, más «normal». Los estereotipos y caricaturas no suelen funcionar con estos productos políticos, tampoco para estigmatizarlos, debido a que su apoyo no es ya en clave nostálgico-ideológica sino por motivaciones políticas presentes. Digamos que el 'tapón antisfascista' de 1945 se ha desgastado".
El escritor y periodista Thomas Frank explicaba en The Guardian cuáles son para él las claves del triunfo de Trump: "El mayor problema es la complacencia crónica que ha ido erosionando el progresismo estadounidense durante los últimos años, una enfermedad del poder que afirmaba que los demócratas no tenían que hacer nada diferente, no necesitaban repartir nada con nadie –salvo sus amigos en el jet de Google o esa gente fantástica en Goldman Sachs–. Y al resto nos tratan como si no tuviéramos a ningún sitio al que ir y ningún papel que desempeñar excepto votar entusiastamente sobre la base de que estos demócratas son la última trinchera entre nosotros y el fin del mundo. Es un progresismo de los ricos, ha fallado a la clase media y ahora ha fracasado en sus propios términos de elegibilidad. Basta del clintonismo y su aura orgullosa de virtud de clase profesional. ¡Ya está bien!"
"En Europa", puntualiza Urquizu, "el nacionalismo económico tiene que ver con el euro y con una unión monetaria con problemas. Y en España hay mucho urbanita y cosmopolita, en los países nórdicos, donde también crece la extrema derecha, los perdedores de la globalización son clases obreras. Son bases de apoyos distintas, lo que les une es la apertura económica, el euro, que hemos cedido mucha soberanía y se tiene la idea de que las decisiones se toman en ámbitos que no se controlan. Los partidos tradicionales no pueden dar respuesta a todos estos fenómenos, y toda la simplificación influye. En Alemania había muchos estudios que la extrema derecha prendía con sector industrial fuerte, mucho paro y mucha inmigración. Es la mezcla perfecta y explosiva para estos partidos".
Europa celebra este domingo 100 años del armisticio que selló el fin de la Primera Guerra Mundial y se mira en el espejo de 1918: crisis económica, crisis política y auge de la extrema derecha.