Hace un tiempo recibí el mail de un joven guionista que solicitaba consejo sobre el funcionamiento de las agencias de talento en Estados Unidos. Como mejor pude y supe traté de proporcionarle algunas claves y le deseé suerte. Intenté, ante todo, transmitirle lo prioritario de situarse en la realidad del tablero y trascender las fantasías que inevitablemente genera quien sueña con llegar a un lugar que poco o nada tiene que ver con el que como espectador imagina. Unas semanas más tarde me escribió de nuevo. Para preguntarme si conocía a alguien dispuesto a leer su guión. Quería escuchar, decía, una opinión profesional «brutalmente sincera y directa». Le remití una pequeña explicación sobre las razones por las que, en mi opinión, nadie parecía dispuesto a dedicarle lo que, al fin y al cabo, sólo eran dos horas de su tiempo. Razones que transcribo aquí con la esperanza de que aclaren alguna de las dudas que cualquier creador en formación a menudo se plantea:
«Gracias por escribir. Lo que me cuentas que te pasa es, más o menos, lo que pasa. Sobre todo al principio. Desde el propio punto de vista, cuanto uno hace es importante, además del fruto de un gran esfuerzo. Pero lo cierto es que quienes por su propio bien deberían abrirnos un hueco no nos necesitan, si recurrimos a ellos es precisamente porque les va bien en lo suyo, porque desearíamos que nos permitieran subirnos a un tren que está bien como está, con un montón de gente a bordo que, por lo visto, se las apaña bien sola. Eso no significa que a nadie le interese el talento nuevo, todos saben que la vigencia de su trabajo depende de la renovación constante, simplemente no sienten la prisa, ni la ansiedad, ni la necesidad ni la urgencia por hacerlo que sentimos nosotros en el andén, que es donde se nota más el frío. Lo difícil es conseguir que alguien tenga una razón para leerte. Y eso, que sucede de forma natural cuando se han demostrado un par de cosas, es complicado la primera vez. Para todos.
En mi caso particular, hice algunos cortos, que también escribí y produje, fue el modo que tuve de crear un estímulo en lugar de esperarlo. Les fue bien, ganaron premios, viajaron, hicieron algún ruido. No abrieron Sésamo; el teléfono, que entonces aún sonaba como una campanilla, no se descompuso en una nube de humo negro. Honestamente, no llamó nadie. En Estados Unidos las cosas pueden ser algo distintas, es cierto: si has demostrado algo una vez habrá quien desee averiguar si puede beneficiarse de ello. Aquí somos más perezosos, más altivos, más irresponsables, consideramos que si los demás nos buscan es porque poseemos el don de dar o quitar vida, somos magnánimos dispensadores de oportunidades. Pero ni allí ni aquí va a venir nadie a buscarte, ni siquiera en beneficio propio, si no has demostrado algo. Podemos lamentarnos durante días del círculo vicioso que esto supone, lo injusto que el mundo es, pero, aunque una parte se debe a la mediocridad y la desidia, otra es simplemente natural y obedece a razones que cualquiera puede entender.
Como guionista es más difícil que seas el motor de tus proyectos, dependes de otras figuras. Es más difícil que hagas, por ejemplo, ese famoso cortometraje que haga que otros levanten la cabeza. En España empieza a ser común el trabajo de encargo, pero los mejores directores son a menudo el motor principal de sus proyectos, y cuando las televisiones (que están sustituyendo a los productores) desean desarrollar una historia prefieren partir de un concepto propio (con propio me refiero a la adaptación de un libro o un tebeo) y buscar a un guionista que lo desarrolle. Como en cualquier orden de la vida, acaban recurriendo a quienes conocen, un círculo de confianza reducido y a menudo endogámico. O a alguien que haya hecho algo parecido en el pasado con razonable fortuna. O incluso sin ella. Por eso lo difícil es entrar. Y eso explica que a veces incluso quien no tiene especial capacidad trabaje de forma regular hasta que cambia la moda, el hábito o la inercia. La marea. O hasta que la pereza determina otra elección por razones igualmente indolentes.
Cuando recorres con un corto el circuito de festivales puedes conocer a compañeros, miembros del jurado, organizadores, cineastas formados, actores. Llegado el momento, quizá recuperes aquel número que anotaste: “¿Te acuerdas de mí?, soy el que te vomitó en la playa, ¿tienes tiempo para leer algo?”. Qué es lo que estás haciendo ahora. Si mantienes una relación sana con esa persona, quizá lea tu guión, quizá incluso con interés genuino, si zumba su sentido arácnido. Y, si encuentra en él algo especial, quizá consiga que alguien más le eche un ojo. Aun así, la concatenación de variables que debe darse del modo más favorable para que dos años más tarde todo culmine en una película es tal que siempre te moverás en las procelosas aguas de lo estadísticamente improbable. No hay fórmulas mágicas. El estado natural de una película es que no exista. Acaso todo se fundamente en mantener una determinación absoluta, profunda, innegociable, que vaya haciendo que las circunstancias se den; que acabe abriéndose una grieta, siempre estrecha, en el muro insalvable. Hace falta constancia, sensatez e insensatez a partes iguales, responsabilidad individual, ubicación, interpretación correcta de la realidad, esfuerzo y, aún más importante, sostenimiento del esfuerzo en el tiempo. Si además tienes talento, miel sobre hojuelas, es un valor del que la mayoría carece (y que con suerte sabrá percibir quien haya desarrollado la sensibilidad necesaria). Luego viene lo de matar al padre, pero es más adelante, se explica en Eva al desnudo y resulta aquí irrelevante.
Sé por fin consciente de una cosa: cuando le enseñas a alguien tu trabajo y le pides que sea contigo “brutalmente sincero y directo”, sólo quieres que te diga lo acojonante que es. ¿Lo es de verdad? Un abrazo y mucha suerte».