Los recientes comicios de mitad de mandato en Estados Unidos sólo permiten una conclusión: no es posible identificar una tendencia clara de cara a las presidenciales de 2020. El triunfo del Partido Demócrata en la elección de representantes fue muy inferior al que obtuvo el Partido Republicano en 2010, a los dos años del ascenso al poder de Barack Obama (aquella vez, los republicanos aumentaron en más de sesenta su número de escaños, el doble de lo conseguido por los demócratas ahora). El progreso de la oposición en ciertos suburbios del oeste, el noreste y zonas urbanas del medio oeste fue significativo, pero insuficiente, y en parte compensado por la consolidación del voto «duro» de Trump en Indiana, Dakota del Norte, Georgia e incluso Florida. Digo «de Trump» porque estas elecciones fueron altamente plebiscitarias.
El futuro ofrece a la oposición la posibilidad de frustrar los planes del tremebundo Trump en cuestiones domésticas, pero no en política exterior ni en el nombramiento de jueces, y tampoco de revertir sus medidas económicas de los primeros dos años. Es lo que significa perder el control de la Cámara de Representantes, pero reforzar el dominio del Senado. ¿En qué se traducirá esta contradicción? Si miramos los precedentes, por ejemplo 1962 y 1982, cuando el partido gobernante se vio con la Cámara de Representantes en manos adversas y el Senado en manos propias, las noticias para quienes creían que los recientes comicios serían un anticipo de la expulsión de Trump del poder no son excitantes. La división del poder legislativo permitió a Johnson, sucesor de Kennedy, y a Reagan disfrutar de una prosperidad económica que dio a ambos la reelección.
Trump genera más resistencias de las que tenían aquellos presidentes, pero precisamente por eso sorprende que no se haya producido un vuelco contra él, teniendo en cuenta -además- que las elecciones de mitad de mandato suelen ser negativas para quien gobierna (hay excepciones que se explican por sí solas, como el triunfo de Bush hijo dos años después de llegar al Gobierno por el factor 11-S).
Trump tiene entre un 40 y un 42 por ciento del respaldo popular y, ahora sí, un dominio total del partido en el que irrumpió como elefante en la cristalería hace tres años, al anunciar su candidatura; esto significa que Trump mantiene la capacidad de movilizar a su base, factor clave en cualquier elección estadounidense. Al mismo tiempo, las simpatías que despierta la oposición son menores que el rechazo que inspira Trump más allá de su base. Esto nos dice que los demócratas no terminan de sacudirse la sombra de Clinton y Obama, pues carecen de líderes definidos a los que se perciba como capaces de ganar. El Partido Demócrata está dividido entre un ala moderada y un ala populista. A la primera le fue bien en estos comicios y a la segunda le fue muy mal. Si en 2020 ganase las primarias demócratas un candidato moderado, cabe la posibilidad de que los votantes populistas se queden en casa el día de las presidenciales (pasó eso mismo en las últimas elecciones). Si ganase las primarias demócratas un candidato populista, cabe el riesgo de que no acudan a votar en número suficiente los moderados. Ello podría abrir un escenario en el que, aún siendo mayoritariamente popular, Donald Trump fuera capaz de movilizar masivamente a los republicanos y la candidatura demócrata no lograra replicar en número suficiente la potente coalición (mujeres, minorías, jóvenes y suburbios en general) que en 2008 catapultó a Barack Obama al poder.
Aunque a muchos parezca extravagante, no es seguro que Trump vaya a ser derrotado en 2020.