El licenciado López Obrador fue electo por 30 millones de ciudadanos. Todos ellos depositaron su confianza (y su fe) para ungirlo como el próximo jefe del Estado mexicano. Se le otorgó un mandato equivalente a un cheque en blanco. El triunfo se volvió euforia.
Uno de los temas de campaña de AMLO fue su oposición a la construcción de un nuevo aeropuerto de CdMx (NAIM). Se partió del supuesto que su construcción estaba envuelta en irregularidades, tales como los costos que rebasaron de inmediato lo previsto, la localización geográfica endeble (zona salitrosa) y una comunidad muy combativa, como es la de San Miguel Atenco. Con el tiempo, AMLO fue matizando su rechazo a dicho proyecto. Esbozó que la multimillonaria obra podría ser concesionada a la iniciativa privada, lo que despresurizó, en algún grado, la relación entre el candidato morenista y los diversos grupos empresariales. AMLO no dejó de insistir, sin embargo, en un proyecto alterno: mantener el actual aeropuerto metropolitano, complementándolo con dos nuevas pistas que serían construidas en la Base Militar de Santa Lucía.
Con la elección del 1 de julio llegó el añorado triunfo perseguido durante tantos años. El entonces virtual presidente electo empezó a delinear diversas políticas públicas. La administración de Peña, todavía en funciones (¿?), se eclipsó y dejó las puertas abiertas al ahora Presidente electo para que dispusiera lo que él quisiera. En este contexto, la discusión de la decisión aeroportuaria era inevitable. La semana pasada, el Presidente electo y su virtual SCT hicieron malabares para moverse poco de la propuesta original (seguir construyendo el nuevo aeropuerto o el actual, complementándolo con Santa Lucia). Un dictamen encargado a la confiable empresa Mitre señaló que esta última opción es inviable. Además, se perderían 100 mil mdp del monto de la inversión hecha hasta ahora en el NAIM. Se dio un giro entonces para tomar la decisión más apropiada: las recomendaciones técnicas se suplieron por una consulta nacional, cuyo resultado será vinculatorio: dicha consulta, según AMLO, reflejará cabalmente el interés de la nación. Por tanto, la solución encontrada por el Presidente electo es llevar a cabo un referendo a fines de octubre, para que la ciudadanía sea la que decida qué conviene más al país. Si el próximo presidente de México pone a discusión plebiscitaria toda política pública, el próximo sexenio se perderá entre los pros y los contras, entre las querellas y los conflictos, se pasmará. ¿En verdad la población del país puede ser la garante de una decisión técnica de alto grado de complejidad? De ser así, es necesario, por tanto, auscultar a la población si conviene invertir en una nueva refinería y remodelar otras dos, la construcción del ferrocarril Cancún-Mérida, el México-Querétaro, la descentralización de la administración pública, el recorte de sueldos de la burocracia, etcétera. AMLO tiene la legitimidad suficiente para decidir lo mejor para renovar este país; 30 millones de mexicanos lo respaldan y le entregaron, vía el sufragio, el título de jefe del Ejecutivo. Las consultas, pese a que se les endose un carácter democrático, no ayudarán sino pueden desmerecer el inmenso patrimonio político del próximo presidente del país. Ojalá no suceda.
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