Darío Villalba (San Sebastián, 1939) ha sido, sin ningún género de dudas, uno de los artistas más intensos y radicales del arte español contemporáneo. Desde muy joven sometió a revisión el legado de las vanguardias y planteó un uso singular de la fotografía como pintura. Consiguió en 1973 el premio internacional de Pintura en la Bienal de Sao Paulo y a finales de esa misma década el premio internacional de la Bienal de Arte Gráfico de Lublijana. En 1983, con todo merecimiento, fue distinguido con el premio Nacional de Artes Plásticas y en el 2003 la Medalla al Mérito en las Bellas Artes. Realizó imponentes exposiciones en instituciones como el Instituto Valenciano de Arte Moderno y el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. Trabajó con galerías como la mítica Vijande o, más recientemente, con Luis Adelantado y Angus Freijo.
Desde los imponentes «encapsulados» hasta su «autobiografía de la imagen», desde las apropiaciones de pinturas como «La caída de los condenados» de Rubens o algunos detalles de El Greco, de las visiones de cuerpos adolescentes a «punctualizaciones» de gestos anodinos que, gracias a su mirada, se convertían en algo enigmático, Darío Villalba no cejó en su empeño de mostrar la turbulencia de la pasión.
Este artista era, en cierta medida, una suerte de barroco que oscilaba entre la contención y el exceso, sedimentaba el «estremecimiento» en un entrelazamiento de la instantánea fotográfica con la temperatura pictórica. En su estética había un fondo místico pero, a la manera lacaniana, también una pulsión erótica, todo ello cifrado, sin caer nunca en el literalismo o lo panfletario. Nos conocíamos desde los años ochenta y tuve el privilegio de escribir en numerosas ocasiones sobre sus obras. Estaba, no exagero, a la altura de artistas internacionales como Boltanski o Arnulf Rainer, que también utilizaron el soporte fotográfico para desplegar «mitologías personales». Darío Villalba era un compañero de viaje de otros grandes artistas como Luis Gordillo y Eduardo Arroyo que, aunque no tienen nada que ver con sus planteamientos, si habían tenido que hacer una travesía del desierto en los años finales del franquismo.
Desde hace años, Villalba estaba enfermo y, a pesar de ello, no dejaba de mantener su mente tensada en función de su imaginario visceral y, al mismo tiempo, clínicamente aséptico. Al ingresar en la Academia de Bellas Artes de San Fernando (2002) pronunció un discurso en torno al acto creativo en el que venía a expandir las reflexiones que hiciera en su lección inaugural en el Instituto de Estética y Teoría de las Artes en la década de los noventa; Villalba seguía confiando en la misión artística, buscando la inspiración en una suerte de «materia-espiritual», buscando en la superficie foto-pictórica la piel deseada. Desaparece con este artista magistral
una de las miradas más apasionadas que he podido conocer, nos deja un verdadero poeta de la carne, un creyente que moduló su heterodoxia, un visionario que «encapsuló» cuerpos para ofrecernos almas.