La Casa Blanca anunció ayer las primeras medidas para proteger la economía de EE UU de la competencia desleal china. El decreto, que puede calificarse de histórico, contradice décadas de apoyo bipartidista al mercado global. Everett Eissenstat, director adjunto del Consejo Económico Nacional, comentó a la Prensa que «en muchas de estas áreas China ha logrado ventaja gracias a la captación injusta y forzada de tecnología de las empresas de EE UU». Se trata de proteger las industrias estadounidenses, pero también el trabajo de investigación previo, las patentes y los derechos intelectuales. Ahora se trata de identificar las inovaciones y productos más castigados por las agresivas políticas del Gobierno chino. Por si fuera poco Estados Unidos también anunciaba que la UE, Australia. Brasil, Argentina y Corea del Sur quedan fuera, de momento, de las tarifas al acero y el aluminio. En definitiva, aquí está el fantasma del proteccionismo. Las palabras malditas, tarifas, aranceles, que angustian a los republicanos del Congreso y el Senado, pero es dulce maná en los oídos del electorado. Se trata de hacer buenas las promesas de Donald Trump respecto a China. Su viejo juramento de estrangular lo que él y otros consideran un trato ventajista por un entonado al doping financiero. Un grito de guerra en favor de las industrias estadounidenses. Por supuesto, los aranceles pueden responderse con tarifas de vuelta. Impuestos a las exportaciones estadounidenses en China. O sea, la guerra comercial. Tal y como amenazan las autoridades del gigante asiático desde hace meses. Un conflicto que convulsionaría el panorama económico a nivel mundial. Potencialmente tóxico y muy capaz de recortar o incluso revertir el crecimiento de las principales economías. Diez años después de la Gran Recesión, la hipótesis de una guerra por otros medios pero igualmente destructiva. Sin contar con que, más allá de las medidas a disposición del Gobierno de Pekín, parece seguro que el consumidor estadounidense sufrirá los aranceles con unos precios más altos. Y no en cualquier cosa: al igual que sucede en el resto del mundo, el Made in China resulta omnipresente. Hablamos de un país que exporta a EE UU productos por valor de no menos de 500.000 millones de dólares. De la ropa a la maquinaria, de las bombillas a los jugetes.
Pero que nadie crea que los productos chinos aterrizaban en EE UU libres de impuestos en la frontera. Como escribiera David Yanofsky en la revista «Quartz», al menos la mitad de todos los bienes que los chinos exportaron a EE UU en 2017 soportaron algún tipo de carga impositiva. Sólo que ahora se trata de elegir un 10% de esos productos y aplicarle unas tarifas de hasta el 60%. Lo nunca visto para los evangelistas de una globalización que parecía irreversible y que sufrió su primera gran revés con el Brexit.
En realidad es un mito creer que el proteccionismo fue siempre una idea perserguida. Tanto los demócratas como, especialmente los republicanos, apostaron durante décadas, antes de la II Guerra Mundial, que lo cambió todo, por unas políticas agresivas que trataban de alambrar los productos estadounidenses ante las exportaciones extranjeras.
Pánico al choque con China
Uno de los especialistas que más y mejor ha reflexionado sobre el particular, Giulio Gallarotti, profesor de Gobernanza en la Universidad de Wesleyan, escribió que «incluso las administraciones republicanas a favor del libre comercio de los presidentes Ronald Reagan y George W. Bush promovieron importantes barreras al comercio. Por ejemplo, Reagan presionó a Japón para que limitara unilateralmente el número de automóviles que exportaba a EE UU, mientras que Bush erigió aranceles contra el acero extranjero». Lo tiene también dicho Pat Buchanan, obvio precedente político de un Trump menos marciano de lo que pudiéramos creer: «De Lincoln a McKinley a Roosevelt, y de Warren Harding a Calvin Coolidge, el Partido Republicano creó la máquina de fabricación más impresionante que el mundo haya visto jamás. Y, como el partido de aranceles altos durante siete décadas, su recompensa fue convertirse en el partido de Estados Unidos».
Cualquiera que repase los discursos de Trump en 2016 sabe que ya estaba anunciado. Otra cosa es que nadie lo creyera tan insensato para intentarlo. Pero se acercan las elecciones legislativas, y la Casa Blanca necesitaba de un golpe audaz. Después de tantas promesas incumplidas, llega la más temida. Un asalto a la yugular del comercio global. Veremos si también el principio de la guerra comercial.