A la iglesia del convento sevillano de Santa Inés me guió la «mano de nieve» de Gustavo Adolfo Bécquer: un romántico hondo, «hacia dentro», que sugiere más que dice y que evita las pompas retóricas, para profundizar en los sentimientos. En esa iglesia sitúa Bécquer su preciosa leyenda «Maese Pérez, el organista».
El edificio está situado en las casas que donó doña María Coronel, en la segunda mitad del siglo XIV. Preside la iglesia —que ya fue restaurada por Rafael Manzano— el barroco retablo con la estatua de Santa Inés, de Francisco de Ocampo, de 1640. Cerca de él, otro retablo, de la Virgen del Rosario, pinturas sobre tabla, esculturas, rejas góticas, piezas de orfebrería… Una más de las preciosas iglesias que convierten a Sevilla en una ciudad única.
Hace poco, una certera campaña del ABC de Sevilla y el terco empeño del abogado Joaquín Moeckel han logrado solucionar un disparate : una multa que castigaba desmesuradamente a las pobres monjitas de Santa Inés, por no haber cumplido un trámite administrativo, en la restauración de su órgano. La historia ha tenido un final feliz: el órgano barroco de hacia 1700 luce de nuevo, en el coro, y sus acordes han vuelto a acompañar las ceremonias litúrgicas, como en la época romántica.
¿Todo está, ya, solucionado? Me temo que no. En la misma entrada del compás, una galería alta muestra una ruina tan evidente que sorprende no se haya venido ya abajo. Es urgente ponerle remedio.
Pero hay más. Por amabilidad de las monjas, he podido visitar el Real Monasterio y me he quedado atónito, al descubrir su importancia y su lamentable abandono. El amplio claustro es de una belleza realmente extraordinaria, por sus dimensiones, su sobria traza y su «maravilloso silencio». (Utilizo a propósito esta expresión cervantina, para ponderar una de las cualidades que el autor del Quijote más estimaba). No son superiores, creo, algunos claustros salmantinos, de justa fama internacional.
En el claustro, además, languidecen, en grave peligro de desaparición total, una amplia serie de frescos, de evidente calidad, que están literalmente cayéndose a pedazos. (Me han recordado los del Claustro Verde de Santa María Novella, de Florencia, felizmente rescatados). Me temo que, si no se interviene urgentemente, dentro de muy poco tiempo, sólo quedará un vago recuerdo de estos frescos.
Junto a ellos y a los preciosos azulejos, una noble estancia, semejante a una Sala Capitular, a la que las monjas denominan «De Profundis» (en ella están situados sus enterramientos), está pidiendo a gritos que se restaure, para poder utilizarla como solemne salón de actos. Lo mismo necesita una «Última Cena», en el desnudo refectorio de las monjas.
Admiro también una talla del gótico hispano-flamenco, de primer nivel artístico. Y, en el coro, me impresiona contemplar el cadáver momificado de Doña María Coronel, la fundadora, con su cara voluntariamente desfigurada, para evitar un lascivo ataque…
Viven en este Real Monasterio una docena de monjas de clausura, muy pobres: su fuente de ingresos es la venta, a través del torno, de los dulces que preparan. ¿Pueden hacer frente, con eso, a los gastos de restaurar tanta maravilla? Evidentemente, no. Se firmó un Convenio con la Junta de Andalucía pero se ha quedado muy corto: el resultado salta a la vista. La sociedad civil debe contribuir, por supuesto. Además, hay que buscar medios para que las monjitas tengan algunos ingresos. Me dice un amigo que no existe permiso eclesiástico para que, en Santa Inés, se celebren bodas. ¿Por qué? No lo entiendo. La iglesia y su compás serían un marco ideal para estas ceremonias; lo mismo que la Sala Capitular, para conciertos y conferencias. Como se ha hecho en otros monasterios españoles, algunas dependencias, debidamente arregladas, podrían servir para hospedar a los que buscan, en estos ámbitos, esa paz y ese silencio tan difíciles de encontrar, hoy en día…
Debo pedir perdón por mi osadía. No soy sevillano pero sí soy un modesto enamorado de esta ciudad. Tampoco soy historiador del arte; ni abogado, para opinar sobre convenios. Basta —creo— con un mínimo de sensibilidad para admirar esta maravilla y para sentir la urgencia de su restauración. Ya sé que existen proyectos, legalmente vigentes, pero cualquiera que visite este monumento comprobará que no han sido suficientes.
¿Conocen los sevillanos las hermosuras que contiene Santa Inés? Me atrevo a suponer que no. La iglesia, sí la conocen, algunos; el monasterio, muy pocos. No se trata, por supuesto, de echar a las monjas de su casa (¿a alguien le ha tentado esa idea?) sino de evitar la destrucción de un conjunto monumental extraordinario; también, de hacer posible que los sevillanos y los visitantes disfruten con su belleza, mientras las monjitas de clausura —tan queridas por el anticlerical Pérez Galdós, he recordado yo— sigan rezando por nosotros, que falta nos hace.
¡Se han perdido ya tantas joyas, en esta ciudad! El Real Monasterio de Santa Inés está en peligro de añadirse a esa lamentabilísima lista. Todos deberíamos poder visitarlo íntegramente, restaurado, y no sólo la iglesia, en la Misa del Gallo, para escuchar ese órgano que nos sigue haciendo soñar, como en la leyenda de Gustavo Adolfo Bécquer.