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Soy latina, mexicana, migrante y fronteriza… y desde el 1 de noviembre también ciudadana estadounidense. Tardé 18 años. Fue un camino largo, doloroso y costoso. Fue una travesía de silencios, como los muchos que adoquinan el tan prostituido término del “sueño americano”. Regué las flores que hoy huelo con muchas lágrimas, así como lo siguen haciendo millones de migrantes que siguen en una situación irregular, porque nadie les ha tendido un puente legal para la tierra en la que han echado raíces y la otra donde tienen sembrado el corazón.
Veo mi reflejo y veo a mi comunidad. Tenemos surcos en la frente y en las manos. Somos la resiliencia, una palabra que me conmociona porque admiro la fuerza y condeno la amenaza. Somos así, con los contrastes que vendrán en 2025. Somos esa luz que brilla a pesar de las sombras. Somos las historias que dejaremos de callar. Empiezo con la mía… y escribiremos los primeros párrafos de la nuestra para el año que entra.
Cuando pienso en la frontera, me voy a casa. A la mente me vienen los saguaros floreciendo y el olor de tacos de carne asada, los perros ladrando, los autos que hacen fila para cruzar de un lado a otro, pienso en mi infancia y mi madurez, en la compra de mi vestido de novia y el nacimiento de mis cuates. Para mí la frontera es amor, familia, sudor, calor intenso, música a todo volumen, contrastes, muchas sombras, sí, pero también mucha luz. Yo soy fronteriza.
Soy mexicana porque nací en un pueblo mágico, en una tierra donde desde pequeña me enseñaron a soñar. Soy de una ciudad muy muy chica en el norte de México, cerca de la frontera, donde aún está mi familia y mis muertos, donde tengo anclado el corazón. Mi querido Magdalena de Kino, Sonora, México.
Soy latina por mi herencia hispana, por el idioma que hablo, por las tradiciones milenarias que traigo en la sangre, en la piel y en la maleta, porque soy uno de esos 52 millones que vivimos en Estados Unidos, en la luz y en las sombras.
Y soy migrante.
Aquí es donde quizá me reconocí, me descubrí y me encontré. Me crie con el privilegio de cruzar fronteras de ida y vuelta. Veía a Estados Unidos siempre como un lugar de paso, como un destino temporal, por días y horas, antes de volver a casa. Hasta que migré. Llegué en 2006 con el ímpetu que da el amor y la ignorancia de los muchos privilegios que me acompañaron en este camino.
Cambié mi visa de turista por una de esposa y después a una de trabajo. Recorrí el sistema migratorio y sus múltiples visas de empleo, y descubrí que a veces la lucha por la legalidad es también una forma de esclavitud moderna.
Trabajé siempre más duro que los demás para “merecer” el patrocinio de la visa y lloré no sé cuántas noches cuando se iba a vencer, cuando habría que renovar el permiso de trabajo, cuando tenía que justificar ser y estar aquí en una nación que sentía siempre ajena, prestada, en donde me convertía a ratos en impostora.
Sé que esto que estoy compartiendo es muy personal y escojo hacerlo porque quiero contarles también de las muchas batallas que libré en silencio cuando todo parecía que estaba bien y no era así. Era como vivir cuesta arriba: sin descanso, sin tregua, sin poder bajar el paso ni soltar la carga.
Como periodistas latinos y, más los que trabajamos en español, vivimos siempre cuesta arriba, en contra de la gravedad, deseando que los sueños nos eleven a la cima. Hay caminos en los que el esfuerzo nos deja sin aliento y el cansancio hace que nos tiemblen las piernas y se nos acalambren los deseos. No paramos. Apretamos el paso y dejamos que el orgullo nos empuje. Siempre viendo al horizonte. Se nos ampollan los pies y el corazón. Flaqueamos, pero la voluntad y las ganas nos abrazan.
Un aliento basta para llenar el corazón y seguir.
Lo sé muy bien, me he caído y me han tumbado. Yo, que me he dedicado a contar historias ajenas, me cuesta mucho salir de mis sombras para desnudar mis vulnerabilidades con una comunidad que también me ha enseñado las suyas.
Por años trabajé sin parar, 14 horas diarias casi los 7 días de la semana para demostrarles a mis jefes que merecía estar aquí, que valía la pena que me patrocinaran la visa, que de verdad quería echar raíces en este lado del muro y para probarle a Estados Unidos que me estaba ganando mi sitio.
Es decir, me dediqué a probar que valía la pena, a otros y a mí misma.
Y en un sistema migratorio obsoleto y enmarañado, donde se tiende a premiar el sufrimiento, me gané la medalla de mi libertad.
Ahora soy ciudadana… y sigo siendo migrante.
Mi definición del éxito fue cambiando muchísimo con mi caminar migrante. Al principio confundí éxito con premios, dinero, tener mi firma en medios grandes y créditos en documentales internacionales. Lo logré.
Pero hoy entiendo que eso es solo un cómplice del ego y que el verdadero éxito es en poder ser quien soy, estar donde estoy y tener los brazos llenos de amor.
El éxito es en realidad ese momento que nos quita el aliento, que nos hace sentir que dejamos de respirar un instante solo de emoción, es justo lo que siento en este momento, el corazón alborotado de gratitud y emoción.
Soy una mujer afortunada. Cuando el mundo se iba al carajo con una pandemia, emprendí. Me convertí en una fundadora con mucho de periodista y un saldo rojo de empresaria.
Mientras recorro este camino me veo en pocos espejos. No hay tantas latinas, con acento, migrantes, luchonas y huérfanas de complejos en este andar. En las posiciones de liderazgo hay muy pocas que se parecen a mí; en los puestos de poder casi nadie me representa. Y ese es uno de los principales problemas. La toma de decisiones recae siempre en los hombros del privilegio. Ahí también se asientan los fondos y los presupuestos.
El 2025 no me asusta, me emociona. ¡Qué buena hoja en blanco tenemos para apoderarnos de la pluma y recuperar nuestras narrativas!
El próximo año representa una de esas encrucijadas en donde uno escoge qué camino seguir. Sí, el 2025 será el año en el que ejercitemos el músculo de encontrar el júbilo y la magia en el periodismo.
Será el año de los periodistas migrantes que por fin echamos raíces y de luchar por aquellos que aún no encuentran la paz.
El presente y el futuro del periodismo es el que se anima a cruzar fronteras; que se desvela y se desnuda, que se permite ser vulnerable, opinar, expresar y querer cambiar. Es colaborativo, bilingüe, transfronterizo y se parece a mí: humano, con acento, que vibra y hace temblar.
También será el año de los periodistas que tuvieron que construirse una mesa cuando no cabían o no les daban espacio en una ajena; de una comunidad que no necesita que le den voz, porque ya la tiene y necesita ser amplificada; es de los periodistas bilingües y biculturales que trabajan en las sombras, en la precariedad laboral y aun así marcan la diferencia una historia a la vez con lo muy poco que tienen a la mano; de los que tenemos ganas de experimentar y de innovar, de salir de lo tradicional, de escuchar y crear, de los que no tenemos miedo de reinventarnos y cuestionarnos porque nuestra audiencia ahí está. Será el año de aquellos que se atrevan a conversar y devolverle el diálogo al periodismo como lo hacemos en Conecta Arizona.
El 2025 será el año de los medios de comunicación innovadores, inspiradores, poco tradicionales y muy comunitarios. Nosotros en Conecta Arizona le devolvemos de a poco el diálogo al periodismo a través de cientos de cafecitos en WhatsApp, en la radio y en persona. Estamos abriendo camino para que vengan más, un camino más ancho en el que podamos caminar al lado y no siempre detrás.
Pero eso requiere voluntad.
Si algo nos enseñó el 2024 es dejar de suponer y predecir. Es hora de que como periodistas recordemos por qué empezamos a contar historias. Es el año en el que guardemos silencio y escuchemos con todos los sentidos; que reconozcamos que nuestras historias son tan fuertes como nuestra ética y que recordemos que no son los ratings ni las estadísticas, sino los humanos los que provocamos impacto. Las palabras importan, y quienes las escriben incluso más.
Pero escuchar es algo difícil cuando estamos acostumbrados a resolver. Hay silencios que gritan, que incomodan, sacuden y causan malestar. Dialogar es igual de desafiante, pero ser el testigo de una conversación sin prejuicios es un verdadero acto heroico. Moderar un grupo polarizado también es un acto de amor, es tender un puente y descubrir la voluntad de aprender en medio de una tormenta que arrasa.
Cuando nuestra comunidad está contrariada, es una prueba de fuego entre el respeto y la libertad de expresión, o la paciencia y las frustraciones. Mantener la cabeza fría cuando el corazón está desbocado es de lo más difícil que he hecho y confieso que ha valido la pena, a pesar de ese nudo en el estómago que me obliga a replantearme quién me tiene haciendo esto ¡y en WhatsApp!
Las conversaciones difíciles son otro músculo que tenemos que ejercitar, pero que en cuanto lo movemos nos deja adoloridos. Para evitar la molestia, lo más fácil sería la censura, dejar de hacerlo, ignorarlo todo y dejar que las diferencias fluyan, pero entonces nos convertiríamos en otro agujero negro de noticias; además, no nos gustan los atajos. Para crecer, hay que andar. Para madurar, hay que dialogar. Para construir, hay que escuchar. Para fortalecer, hay que perseverar.
El pensar diferente no significa que nos declaremos la guerra; no somos enemigos, sino humanos.
En realidad, esos contrastes son los que nos obligan a enfrentarnos con nuestros demonios. El desafío también es lo que pasa cuando nos cuestionamos a nosotros mismos y nuestros privilegios como periodistas. Todas las opiniones tienen una historia de fondo, ¿cuál es la que expone en palabras? Algunas deberían ser amplificadas y otras simplemente dejarse morir sin eco.
¿Qué pasa también cuando nuestras identidades se mezclan? ¿Cuál es la identidad que se impone cuando tenemos tantas? ¿Cuál es el común denominador cuando nos jalan los extremos?
La empatía, la escucha activa y el guardar las espadas de la opinión son parte del antídoto contra la polarización; serán los superpoderes más importantes para el 2025. La vida no se trata de colgarse medallas al cuello y ganar a cuesta de todo… deberíamos gastarnos el tiempo también en crear puentes de entendimiento. Hay que diferir con respeto.
Por eso sé que el 2025 será nuestro año. Los medios de comunicación comunitarios e independientes nos hemos convertido en pequeñas luciérnagas de la democracia cuando se apagan las luces de las grandes corporaciones que dejan de invertir en el periodismo local.
Somos pequeños reflejos de esperanza en jardines noticiosos que se hacen cada vez más áridos frente a la sed de información en español. No somos un espejismo, somos un oasis en peligro de extinción. Pero somos unos cuantos los que nos aferramos, porque vale la vida y la pena, lo vale la democracia.
Sí, porque los medios comunitarios florecemos como lo hace el desierto: a pesar de todo.
I am Latina, Mexican, migrant, and from the borderlands. And since November 1, I am also a U.S. citizen. It took 18 years — a long, painful, and costly journey. It was a voyage of silences, like the many that pave the overused term “American dream.” I watered the flowers I smell today with countless tears, as millions of migrants continue to do — those who are both stuck and untethered because no one has extended a legal bridge between the land where they have put down roots and the one where their hearts are planted.
I see my reflection and I see my community. We bear wrinkles on our foreheads and hands. We are resilience — a word that unsettles me because I admire strength but condemn threat. This is who we are: the light that shines through the shadows. We are the contrast of 2024 and 2025. We are the stories that we will no longer silence. As we write our first paragraphs for the coming year, I’ll start with mine.
When I think of the border, I think of home. In my mind, I see blooming saguaros and smell carne asada tacos. I hear dogs barking and cars lining up to cross from one side to the other. I think of my childhood and my early adulthood — of buying my wedding dress and the birth of my twins. For me, the border is love, family, sweat, intense heat, loud music. It has its contrasts and shadows, yes — but also so much light. I am fronteriza.
I am Mexican because I was born in a magical town where I was taught to dream from a young age — a very small city in northern Mexico near the border where my family and my ancestors still are, where my heart is anchored: my beloved Magdalena de Kino, Sonora.
I am Latina because of my Hispanic heritage — the language I speak, the millennial traditions carried in my blood, skin, and suitcase. I am one of those 52 million Latinos who live in the United States — in both the light and the shadows.
And I am an immigrant. This is perhaps where I truly identify with; where I discovered and found myself. Growing up with the privilege of crossing borders back and forth, I always saw the United States as a place of passage — a temporary destination for days or hours before returning home. Until I migrated in 2006 with the impetus of love and ignorance about the privileges that accompanied me on this path.
I exchanged my tourist visa for a spousal visa, and then a work visa. Navigating through the immigration system’s labyrinthine processes — employment visas and renewals — I discovered that sometimes even trying to gain legal status can feel like modern slavery.
I worked harder than others to “deserve” visa sponsorships. Many nights were spent crying when deadlines loomed — when work permits needed renewal or when justification was required for staying in a nation that often felt foreign and borrowed. At times, it made me feel like an impostor.
I know what I’m sharing is deeply personal. But I choose to share it because it reflects countless battles fought silently when everything seemed fine but wasn’t. It felt like living uphill: without rest or respite — unable to slow down or lessen the burden.
As Latino journalists — especially those working in Spanish — we perpetually live uphill against gravity, hoping our dreams will lift us to the summit. The paths we tread leave us breathless; fatigue makes our legs tremble while our desires cramp. Yet we don’t stop. We quicken our pace as our pride pushes us forward toward horizons that blister our feet and hearts alike.
I know this well — I have fallen and been knocked down countless times. As someone dedicated to telling others’ stories, it is difficult to bare my vulnerabilities before a community that has also shared theirs with me.
For years, I worked tirelessly — 14-hour days nearly seven days a week — to prove to employers that sponsoring my visa was worth it; to prove to the United States that I belong here; to prove to myself that I was enough. In an obsolete immigration system where suffering seems rewarded, I earned my medal of freedom. Now, as a citizen, I remain an immigrant.
My definition of success has evolved throughout this migration journey. At first, success meant awards, money, bylines in major media outlets, or credits in international documentaries. I achieved all of them. But today, success means something deeper: to be myself, to be where I am, and to be held in arms full of love. True success is found in moments that take your breath away — moments like this one when gratitude and excitement stir your heart.
I am lucky. When the world spiraled into chaos during the pandemic, I became an entrepreneur — a founder with a passion for journalism but little business acumen and few financial safety nets.
Walking this path, I see few reflections of someone like me: Latina, with a thick accent, an immigrant — a fighter unburdened by complexes, yet navigating spaces where leadership rarely looks like me and decision-making rests on the shoulders of privilege. Funding and budgets follow suit.
2025 doesn’t scare me — it excites me. A blank page is waiting for us to reclaim our narratives. The coming year represents a crossroads — a time to choose paths deliberately. It will be the year for immigrant journalists who have put down roots, and the year to fight for those still searching for peace.
The present and future of journalism crosses borders — it stays up late; it dares to be vulnerable; it collaborates bilingually across cultures; it looks human — with accents that vibrate and voices that tremble. It looks like me.
It will also be the year for journalists who built their own tables when they were excluded from others’; for communities who don’t need to be given a voice, but have theirs amplified; for bilingual journalists working tirelessly despite job insecurity — making an impact story by story with limited resources.
2025 will be the year of innovative, inspiring, unconventional, and very community-oriented media. It will be the year that we must listen and bring back dialogue to journalism.
At Conecta Arizona, we are restoring dialogue within journalism through hundreds of WhatsApp coffee chats as well as radio broadcasts and face-to-face conversations. We are paving the way for more to come, a wider path where we can walk side by side and not always behind.
But listening, building and trust requires will, passion and patience.
If 2024 taught us anything — it’s to stop blindly assuming or predicting outcomes. It’s time that we remember why we began telling stories: not for ratings but for humans whose words provoke impact. Words matter, and who writes them matter even more.
Listening is hard when we’re used to looking for a problem to fix. But dialogue requires heroic patience, amid deafening silences and polarizing divides. Having a difficult conversation is also an act of love.
When our community faces conflict, moderating a discussion can be a personal litmus test between respecting someone’s freedom to expression and losing your patience and airing your frustrations. Keeping a cool head with a racing heart is one of the most difficult things I’ve done. But it has been worth it, despite that knot in my stomach that forces me to rethink why I’m doing this, and on WhatsApp!
We have to exercise the muscles of difficult conversations, but as soon as we do, it leaves us sore. To avoid that discomfort, the easiest thing would be to stop doing it, to ignore everything and let differences flow, but then we would become another black hole of news; and besides, we don’t like shortcuts. To grow, we must walk. To mature, we must dialogue. To build, we must listen. To strengthen, we must persevere.
Thinking differently is not a declaration of war; we are not enemies. We are humans.
In reality, these differences are what force us to confront our demons. When we question ourselves and our privileges as journalists, the challenge is in what we do next. All opinions have a backstory, but which ones should get published? Some should be amplified and others simply left to die without echo.
What also happens when our identities mix? Which identity prevails when we have so many? What is the common denominator when extremes pull us?
Empathy, active listening, and keeping the swords of opinion sheathed are part of the antidote against polarization; they will be the most important superpowers for 2025. Life is not about hanging medals around your neck and winning at all costs, but about building bridges of understanding.
I know that 2025 will be our year. Community and independent media have become small fireflies of democracy when the lights of large corporations that stop investing in local journalism go out.
We are small reflections of hope in news gardens that are becoming increasingly arid in the face of thirst for information in Spanish. We are not a mirage, we are an oasis in danger of extinction. But there are a few of us who cling on, because democracy is worth the effort and the struggle.
We bloom like desert flowers — against all odds.
Maritza L. Félix is the founder of Conecta Arizona.