Martín Caparrós (Buenos Aires, 1957) es uno de los cronistas más reconocidos en lengua española. Hace un par de años fue diagnosticado con esclerosis lateral amiotrófica (ELA), se le dificulta caminar y por consiguiente se desplaza en silla de ruedas. La ELA afecta el sistema nervioso, las neuronas, el tronco cerebral y la médula espinal; provoca atrofia muscular y deja eventualmente sin poder respirar o comer a quien la padece, aunque conserva sus facultades mentales y cognitivas. Con todo, imparable y entusiasta, Caparrós escribe. Autor de más de treinta libros, entre otros, El hambre, La Historia, Ñamérica, Lacrónica y El mundo entonces, ha obtenido numerosos reconocimientos por su obra periodística y de ficción. Los premios Herralde de novela, Rey de España, Moors Cabot y Ortega y Gasset de periodismo, son algunos de ellos. En 2020 Random House dio a conocer la Biblioteca Martín Caparrós conformada por muchas de sus obras. “En el diario Noticias escribí mis primeros artículos”, refiere en Lacrónica, y añade: “aprendí rudimentos, admiré más de cerca a Rodolfo Walsh —mi jefe—, supuse que si ser periodista era poder mirar, entrar a los lugares, hacer preguntas y recibir respuestas y creer que sabía y ver, casi enseguida, el resultado de la impertinencia en un papel impreso, la profesión me convenía”. En Noticias trabajaba también el poeta Juan Gelman. Cerca de cincuenta años han transcurrido desde entonces hasta la aparición de Antes que nada (Random House), libro de memorias recién publicado, donde el autor narra su enfermedad sin cortapisas.¿Qué recuerdo conserva de su encuentro con su amigo, El Pato, y de su militancia en 1973?Esa militancia en un grupo de lo que entonces se llamaba “la izquierda peronista” va bastante más allá de 1973. Empecé a participar en esos movimientos en 1971, cuando tenía 13 o 14 años, y seguí haciéndolo hasta 1975, cuando empecé a estar en desacuerdo con la deriva militarista que esos grupos estaban tomando. Fue a fin de ese año cuando me encontré por última vez con El Pato, Benjamín Isaac Dricas, amigo mío desde el principio de la escuela, y él, que seguía militando, me convenció de dejar la Argentina. Le hice caso y empezaron entonces siete años de exilio. Él tuvo peor suerte: lo mató el ejército argentino al año siguiente.¿Sus padres le inculcaron los valores de la izquierda?Inculcar es una palabra ambigua: no es que me hayan “adoctrinado”; simplemente es que esos valores estaban tan presentes en todo lo que hacían y decían que yo los fui absorbiendo casi que por ósmosis.¿Qué reflexión le merece la palabra “exilio”?Aquella primera vez que tuve que dejar la Argentina rechazaba de algún modo la palabra exilio: me parecía al mismo tiempo rimbombante y lastimera. A mí me dolió irme de mi país a mis 18 años, pero al mismo tiempo fue una aventura fascinante que me costaba bautizar con la palabra exilio, donde todo parece pura pérdida.¿La libertad es una experiencia dura?No sé si dura, sé que en realidad no dura, o sea: la única libertad es la de perderla. Ejercer la libertad es elegir alguna de las opciones posibles y, por lo tanto, dejar de ser libre. Y si uno quisiera mantenerla, la única forma consistiría en no ejercerla, no usarla para elegir nada. Es una paradoja curiosa.“La violencia es la partera de la historia”. ¿Qué opina sobre esta frase de Marx en los tiempos violentos que corren: la guerra entre Israel y Gaza, la guerra entre Rusia y Ucrania?Es curioso: tenemos la sensación de que vivimos tiempos especialmente violentos y la verdad es que estamos en una de las épocas más pacíficas de la historia. En el siglo XX murieron en guerras y violencias diversas entre 200 y 300 millones de personas; en este cuarto del siglo XXI probablemente no lleguen al millón. Y sin embargo los medios nos convencen de que estamos al borde de la destrucción total, o algo así.Al leer El mundo después, me quedo con una sensación de vértigo: el cambio climático, las guerras, la pandemia en contraste con los avances tecnológicos que va narrando el personaje de la historiadora a la distancia de la era actual. ¿Cree que arrojamos al mundo hacia un precipicio?No. Muchas generaciones han vivido con esa sensación. Nos encantan los apocalipsis y la posibilidad de que haya alguno en el horizonte, pero si algo comparten todos los apocalipsis es que nunca se concretan. Y, por el contrario, nuestras formas de vida siguen mejorando. No tanto como podrían, pero mucho, de todos modos. No veo por qué, en ese sentido, esta época sería diferente.Ha entrevistado a muchas personas poderosas. ¿Qué reflexión puede expresar aquí sobre el poder?En realidad, he entrevistado a muchas más personas sin ningún poder. Pero sí he conocido a varios presidentes de varios países, ese tipo de gente, y en general me ha sorprendido que ninguno de ellos y ellas me sorprendiera por su brillantez, inteligencia o alguna de esas características que uno espera encontrar en esta gente. Quizá tuve mala suerte, pero lo cierto es que todos esos líderes que me tocaron eran bastante banales.¿Qué admira más en un gobernante?Que se admire tanto que piense que se merece gobernar a todos sus compatriotas. Eso sí que es tener un ego tamaño baño.¿Usted puede decir con Francisco de Quevedo: “Ya nada me sorprende, el mundo me ha encantado”?A mí el mundo me sorprende todo el tiempo, para bien y para mal. Me sorprende cuando 75 millones de norteamericanos votan a un payaso tosco y gritón y machista y también cuando miles y miles de africanos y latinoamericanos arriesgan todo para emigrar en busca de vidas mejores. Y en tantos otros momentos: por suerte, el mundo es una sorpresa permanente.¿Y qué le gusta del mundo, usted que ha recorrido tanto?Lo que le decía, la sorpresa, la diferencia, las semejanzas que aparecen dentro de las diferencias: mirar-mirar-mirar, escuchar-escuchar-escuchar: volver a descubrir, una y otra vez, que hay tantas culturas, historias, formas de vivir que no son la nuestra y que muchas veces ignoramos —en los dos sentidos de la palabra ignorar.Hablemos sobre sus lecturas de juventud. ¿Leyó Sandokan, de Salgari? No, leí los varios tomos que Salgari le dedica al Tigre de la Malasia, cuando tenía cinco, seis, siete años. Fueron probablemente las primeras novelas que leí por mi cuenta y no sé si me dejaron algo muy particular; básicamente, el vicio de leer a toda hora, a toda costa.Más tarde leyó Respiración artificial. ¿Qué implicación tiene en su obra de ficción este libro de Ricardo Piglia?Fue muy decisiva, pero no tanto en mi obra de ficción como en mi idea de mí mismo. Yo vivía en Madrid cuando recibí esa novela, hacia 1980 o 1981, y estaba radicalmente peleado con la Argentina, ese país donde mataban a mis amigos y millones de personas de algún modo lo celebraban o hacían la vista gorda. Había decidido que, para mí, la Argentina no existía. Pero cuando leí Respiración artificial me dije: Bueno, si allí todavía se pueden escribir libros como este es que ese país no ha desaparecido del todo.¿Qué opina acerca de la inteligencia artificial? Su novela Vidas de J.M. ¿hace referencia a ella?Mi novela interactiva, Vidas de J.M., una especie de parodia de la vida del tristísimo presidente argentino, no tiene nada que ver con la inteligencia artificial. Sí intenta utilizar recursos de la técnica actual que están disponibles para todos —vulgo, el computador— y que los escritores usamos como si fueran las viejas máquinas de escribir de hace medio siglo. Me parece que ya es hora de que empecemos a explorar qué hacemos con las herramientas que tenemos en lugar de simular que no las tenemos. En cambio, los usos de la IA en otros terrenos es algo que me excede, aunque creo que en medicina, por ejemplo, podría dejar a miles y miles de malos doctores sin trabajo. Pero, en cualquier caso, no es más que otro avance técnico frente al que no deberíamos tener miedo sino inteligencia para aprovecharlo de la mejor manera posible.¿Qué libros escribe y piensa publicar próximamente?Tengo siete u ocho libros inéditos, terminados, listos para publicarse: una novela, un par de ensayos, una supuesta enciclopedia, una biografía en verso, una historia de mis abuelos, y así sucesivamente. Mi editor sufre. Y lo peor es que, mientras tanto, sigo escribiendo.Usted padece esclerosis lateral amiotrófica, lo narra en su libro, Antes que nada. ¿Por qué decidió escribirlo en este momento de su vida?Precisamente por la enfermedad: cuando me dijeron que tenía una fecha de vencimiento más o menos próxima me dieron ganas de recuperar, recorrer mi vida para ver un poco quién fui, qué fui, cómo viví. En principio, no pensaba publicarlo, lo escribía para mí. Meses después de haberlo terminado, se me ocurrió que sí podía hacerlo y ahí está.¿Está a favor de la eutanasia?No estoy ni a favor ni en contra, me parece una decisión personal de cada quien. Pero por supuesto estoy en contra de los que están en contra —Estados, religiones, individuos—, que intentan que las personas no puedan decidir sus propios destinos.¿Ha sentido miedo? ¿Y felicidad?Miedo muchas veces, en las más variadas circunstancias: frente a un señor con un revólver, frente a una enfermedad, frente a una turbulencia. Y felicidad supongo que también, aunque sea menos clara: uno nunca sabe exactamente qué es ser feliz y, por lo tanto, cuándo es feliz. Esa es la gran ventaja del miedo: se reconoce mucho más fácil que la felicidad.Si tuviera a Dios y al Diablo enfrente, ¿qué les diría? Diría, en ambos casos, “apaguen el proyector, muchachos, que ese chiste ya está muy gastado”.AQ