El colapso del régimen de Al Asad en Siria refleja el fin de una época, en un mundo caótico en el que muchos de sus principales países han perdido fuerza e influencia, que no se ha recuperado de la crisis de 2008 y del impacto de la pandemia
El colapso del régimen de Al Asad refleja el fin de una época y la realidad de un caos generado por el debilitamiento de muchos de sus principales Estados. Los europeos trazaron las fronteras de Oriente Próximo ante el derrumbe del Imperio Otomano con coletazos que estamos viviendo en Siria. Andan desnortados, especialmente sus tres principales componentes, Alemania, Francia y Reino Unido. Rusia ha demostrado que la guerra de Ucrania le ha generado unos límites de actuación y no ha podido salvar a su aliado en Damasco, mientras Irán también se ha debilitado. La economía y la sociedad chinas no dan el resultado esperado por sus gobernantes. Incluso Estados Unidos, profundamente dividido en su seno, previsiblemente va a entrar con Trump en una nueva era de retraimiento. El mundo se ha debilitado. Aunque no hay que ser agoreros. Puede que no sea tan malo.
Las crisis que vivimos pueden parecer inconexas y, sin embargo, guardan relación entre sí. Por debajo del caos hay líneas de puntos, a menudo variables e imprevisibles. El mundo lleva en desequilibrio de poder y de psicología colectiva al menos desde la crisis económica y financiera que empezó en 2008, si no antes con los atentados del 11-S de 2001 y las consiguientes invasiones, mal planteadas cuando no descabelladas, de Afganistán e Irak. A lo que hay que sumar los diversos efectos de la pandemia global del COVID-19, y de la reciente inflación general. No se ha recuperado, salvo en algunos aspectos macroeconómicos que no llegan a las diversas calles.
Trump, que será presidente a partir del 20 de enero, ha considerado que Estados Unidos no debe involucrarse en Siria, lo que parece sensato si se refiere a una acción militar, pero no puede desentenderse y lavarse las manos. El apoyo de Turquía, miembro de la OTAN aunque no lo parezca, ha facilitado el triunfo de la rebelión, con la sombra israelí por detrás, y, disimuladamente, de EEUU. Trump dice que parte de la responsabilidad de lo ocurrido se debe a Obama. Y no le falta razón. Washington y diversas capitales europeas, en el vértigo de las revoluciones verdes o de primavera en diversos países árabes en 2011, alentaron a la mayoría suní a levantarse contra el régimen despótico y cruel de la minoría alauita de los Al-Asad, el único gran Estado laico que quedaba en la región.
Cuando esa rebelión fue aplastada por la fuerza, los Occidentales se desentendieron. Obama, pese a que había trazado una “raya roja” contra el uso de armas químicas por el régimen, se echó atrás de intervenir de un modo significativo en 2015 pese a la evidencia. No así los grupos extremistas que ganaron apoyo entre la población y que ahora han triunfado. Los turcos apoyaron, si bien no al HTS, yihadista, que ha encabezado este último empuje, sí a otros elementos del Ejército Nacional Sirio.
Además, las instrucciones que encuentran por internet han permitido a los rebeldes, y en particular el HTS, fabricar drones de ataques y misiles guiados, y recuperar hasta tanques que han ido dejando están detrás las fuerzas del régimen. La democratización en el uso de la nueva tecnología también está empoderando a los débiles, y contribuyendo al caos.
Putin apoyó militarmente el régimen y sus bombarderos masacraron a la población de Alepo. Ahora se ha resignado y ha aceptado los hechos, entre otras razones para intentar mantener estratégicas de Hmeimim y Tartous, que parecen querer mantener. Moscú ha dejado caer a su aliado. El esfuerzo de la guerra de Ucrania es suficiente.
Rusia intenta influir en elecciones occidentales. Es caro, pero no tanto. En las presidenciales rumanas, según las informaciones de los servicios de inteligencia, hechas públicas, ha interferido en la campaña. Pero una cosa es influir, y otra manipular papeletas o recuentos. El Tribunal Constitucional ha anulado la primera vuelta, en la que había llegado en cabeza Călin Georgescu, tiktokero de 62 años, sin partido, OTAN-escéptico y prorruso, y en segundo lugar la centrista Elena Lasconi. El tercero, actual presidente, el socialdemócrata Marcel Ciolacu, quedaba fuera, por muy poca distancia, de cara a la segunda vuelta. La repetición de las elecciones le favorece. ¿Sospechoso?
Es de esperar que los europeos no den lecciones de democracia a los sirios, y volver a cometer el error de exigir elecciones antes de haber estabilizado el país -la compleja cuestión kurda, que afecta a varios Estados, sigue sin estar resuelta-, la economía y la sociedad. Hay que aprender de lo ocurrido en Argelia, Túnez, Egipto, donde unas elecciones precipitadas, o la perspectiva de que ganaran islamistas, acabaron generando reacciones dictatoriales.
Lo que está claro es que lo que ocurre en el mundo se puede explicar ya sin Europa, salvo en lo que ha significado en la acogida de millones de refugiados sirios. Incluso en la guerra de Ucrania, en la que está presente sin participar oficialmente, la OTAN confronta un tercer fracaso, más que derrota, tras los de Afganistán -de nuevo tras abandonar Occidente a sus habitantes frente a los talibanes- e Irak, a pesar de su resurrección tras la invasión rusa. Se podría añadir Libia. No solo los Estados se debilitan, sino también algunas organizaciones internacionales, la ONU en primer lugar, por el mal hacer, ante todo, occidental. La actitud ante esta guerra se ha convertido en el gran tema electoral en una Alemania cuyo modelo económico ha hecho agua.
En este general debilitamiento, cobran más fuerza «los terceros», como India, Turquía y Arabia Saudí. Esta última lleva librando desde hace décadas un pulso geopolítico y religioso (suníes contra chiíes) con Irán, que define la región, incluso más que la existencia de Israel. Irán se ha debilitado por las sanciones, por los ataques de Israel que han hecho mella en su capacidad militar, y porque Teherán ya no puede contar con Siria, con Hamás, ni con Hezbolá en Líbano, país castigado, tan dependiente de Damasco que durante años no hubo una embajada siria en Beirut. Pero es una región que da muchas vueltas. Lo que parece hoy no será mañana.
Tras la ola chií que siguió a la invasión de Irak, estamos asistiendo a una ola suní. Cargada de radicalismo, incluso yihadismo, que veremos cómo acaba. Los que pagan en todo esto son los palestinos, ya de por sí castigados por la destructiva ofensiva de Netanyahu. Los acuerdos Abraham entre algunos países árabes e Israel que propició Trump I parecían una traición a la causa. Ahora, tras la radicalización israelí y sus guerras, podrían cobrar nueva legitimidad si Washington consigue la firma de Arabia Saudí -que el ataque de Hamás del 7 de octubre de 2023 frustró-, con un compromiso fuerte hacia la solución en dos Estados. En todo esto, Israel parece haber ganado, aunque quizás solo tiempo. Una vez más (como con Hamás) Netanyahu juega a apoyar a HTS, un movimiento fundamentalista, esta vez suní, aunque Al-Assad, con el que no se llevaba realmente tan mal, era su bicha. Se quita un problema y se genera otro, como tantas veces en una historia sin fin.
En la historia, las épocas de debilitamiento general pueden ser peligrosas. Un ejemplo cercano es el de los años 30 del siglo pasado. Otro, la gran peste negra, en el siglo XIV, cuando empezó la Guerra de los Cien Años en Europa, la expansión del Imperio Otomano en los Balcanes, e incluso el debilitamiento del Imperio Mongol. Hay tambores, pero no ganas, de guerras. En esto, no en otras cosas, quizás mejor Trump que Biden.