LA falta de representación española en la reapertura de Notre Dame de París no sólo ha expuesto la descoordinación interna de la coalición de gobierno, sobre todo entre los ministerios que marcan la frontera entre el PSOE y Sumar, sino que han evidenciado la actitud beligerante que el ministro de Asuntos Exteriores , José Manuel Albares, lleva manteniendo desde hace un tiempo hacia la Casa del Rey. El malestar de Albares sobre lo ocurrido en París era evidente cuando los periodistas le preguntaron directamente, durante la conferencia de prensa posterior al Consejo de Ministros. La ministra portavoz se adelantó a contestar para quitarle hierro al asunto, decir que la polémica le parecía «artificial» y pasar página. Pero cuando el entorno del ministro dejó caer más tarde que ha pedido explicaciones a La Zarzuela porque no se le informó de que existía una invitación cursada a la jefatura del Estado con carácter intransferible y dijo que discutiría el asunto en el avión en el que debía acompañar a los Reyes en su visita oficial a Italia, quedó claro que la espada de Albares seguía en alto. No es la primera vez desde que España vive en democracia que se producen desencuentros entre la jefatura del Gobierno y la del Estado. Pero es a partir de la leal colaboración entre ambas instituciones, con el único horizonte de servir a España, que su funcionamiento resulta enriquecedor. Además, por expresa disposición constitucional, al Rey le corresponde «la más alta representación del Estado español en las relaciones internacionales, especialmente con las naciones de su comunidad histórica». Sin embargo, esta es la primera vez que un ministro relevante como el de Asuntos Exteriores ha emprendido por su cuenta y riesgo una verdadera ofensiva contra la Casa del Rey, con una sucesión de abandonos, desplantes, descoordinaciones y provocaciones que en muchas ocasiones no han trascendido, pero que empiezan a tener consecuencias visibles en el normal funcionamiento de las instituciones. Todo esto, además, obedece a un problema estrictamente personal del ministro. El conflicto con la Casa del Rey se ha agudizado tras el nombramiento de Camilo Villarino, también diplomático. Villarino es un funcionario de larga trayectoria que ha sido perseguido con inquina por Albares por su carácter no abanderado y rigurosamente profesional, ya que sirvió con eficacia como jefe de gabinete de tres ministros, desde Alfonso Dastis –el último ministro de Exteriores de Mariano Rajoy– hasta Arancha González Laya pasando por Josep Borrell. Con González Laya se vio implicado en la entrada irregular del líder del Frente Polisario a España, pero fue exculpado. Villarino estaba prácticamente designado como embajador en Moscú –por su rango podía solicitarlo–, pero Albares bloqueó la decisión y lo mandó a hacer pasillos en el ministerio. De allí lo rescató Borrell que se lo llevó como jefe de gabinete a Bruselas. En el caso de Notre Dame, el ministro tenía mucho más a mano la posibilidad de informarse en el Consejo de Ministros, donde coincide con su colega de Cultura, Ernest Urtasun, quien también recibió una invitación de Francia. Curiosamente, Urtasun también es compañero de carrera de Albares. La gestión del ministro ha dejado mucho que desear, pero lo que no se entiende es que un miembro del Gobierno se dedique a torpedear la relación con la Corona sin que el presidente del Gobierno tome cartas en el asunto. Pedro Sánchez debe decidir si avala su conducta, la corrige o prescinde de sus servicios como ministro.