Los gobernantes no pueden, en ningún país ni época, decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. El costo político de hacerlo es demasiado elevado. Eso se reserva para los tribunales, siempre y cuando haya un Poder Judicial capaz de hacer respetar el valor de la palabra. Este problema no es solo nuestro. La posverdad o los universos alternativos recorren el mundo. Sin embargo, hay una brecha importante entre la controversia política acerca de interpretaciones divergentes, de un lado, y el avance indetenible de la mentira, del otro.
Este último es el caso peruano. No estamos al nivel de dictaduras como las de Cuba, Venezuela o Nicaragua, en donde no existe la posibilidad de publicar críticas al régimen, pero cada día nos acercamos más. Por eso, los habitantes de nuestro territorio, por lo menos los que procuramos entender lo que se oculta detrás de esos discursos huecos y manifiestamente falaces, nos hemos convertido en detectives salvajes del mundo de las entrelíneas. De lo no dicho. De lo escamoteado. De lo negado o desmentido.
De este modo, cuando la presidenta Boluarte asegura que realizó la proeza de participar en el Consejo de Ministros mientras se operaba el rostro, incluso logrando firmar documentos de Estado, tenemos que recurrir a evidencias fortuitas para demostrar la imposibilidad de estar en dos lugares al mismo tiempo. En este caso, las revelaciones del ex premier Otárola, hoy enemigo de su antigua jefa.
No es solo asunto de frivolidad, vanidad o irresponsabilidad. Las constantes visitas de Dina Boluarte al cirujano Cabani revelan una búsqueda desesperada de compensar su ausencia de poder y la traición a cualquier ideal, si es que alguna vez lo tuvo. Al haberse hipotecado a los partidos políticos que dominan el Congreso, aceptando el papel de fantoche (“Muñeco grotesco frecuentemente movido por medio de hilos”, DRAE), renunció a su capacidad de pensar u opinar. Al haber renunciado a tomar decisiones públicas sobre el territorio nacional, optó por enfocarse en remodelar su imagen física, su apariencia, su imagen especular. Ustedes gobiernen, yo obedezco y me rejuvenezco.
En 1986, en París, tuve la oportunidad de asistir a la exposición Le Texte et L’Image (El texto y la imagen), dedicada a los análisis de imágenes que efectuó Roland Barthes en diversas publicaciones. Comentando los retratos del fotógrafo Richard Avedon, Barthes apunta: “Me parece que si fuera fotografiado por Avedon, yo no tendría (¡por fin!) ningún deseo de juzgar mi propio cuerpo (con cuya imagen, como todos, tengo relaciones espinosas).” Y luego: “En breve, yo sería tal, y en ese tal de mi cuerpo sentiría quizás algo de la sabiduría de los grandes sabios orientales.”
Huelga decir que el texto de Barthes se encuentra en las antípodas de la imagen de la presidenta que observa en su espejo o en las pantallas, cuando descansa de las telenovelas turcas. El vacío tanto de poder como de sustancia que salta a la vista la lleva con una fuerza irresistible al quirófano del cirujano plástico. Esta compulsión fetichista de adulterar su imagen se acentúa conforme se aproxima el final ineluctable. Su 3 % de aprobación revela que algo no está resultando en esos retoques interminables, y que, por ende, es cada vez más frágil el sillón presidencial. ¿Hasta cuándo será funcional a los mandamases del Congreso?
Hay quienes piensan que, por el momento, no hay urgencia de vacarla. ¿Para qué lo haríamos? Por el momento podemos dar todas las leyes que convengan a nuestros intereses políticos y económicos, sea el control de las instituciones o el apoyo decidido a la minería ilegal. El problema es que, como en la película La Sustancia (ya analizada en esta columna), llega un punto en que los retoques y ropajes revelan su carácter monstruoso. De ahí que la PCM haya solicitado (ordenado) a la Fiscalía que adopte medidas preventivas (reprima con violencia) a las personas y organizaciones que protesten durante los festejos del Bicentenario en Ayacucho.
Ya hemos visto a un exintegrante del Tribunal Constitucional decir que él aconsejó a la presidenta que sea más violenta en la represión de las protestas de diciembre y enero de 2022 y 2023. Entonces murieron a balazos cincuenta peruanos. La impunidad que continúa respecto de esos crímenes alienta al magistrado a pedir más sangre. Esos signos de aparente firmeza, en realidad, son de descomposición de un régimen que pretende seguir depredando las arcas del Estado y corrompiendo nuestro sistema legal. Piensan que pueden seguir gobernando sin apoyo popular, en un clima de miedo o, como se observa en la creciente inseguridad ciudadana, incluso de terror.
Algo no está saliendo bien en esa ecuación. Las constantes visitas al quirófano son un síntoma de la negación del sentido de realidad. Lo contrario de lo que revelan, según Barthes, los retratos de Richard Avedon. No es solo problema de la presidenta, que necesita de las Fuerzas Armadas para salir en público. Los congresistas también saben a lo que se exponen si se presentan en lugares públicos. Lamentablemente, estas respuestas agresivas, como aquella de la que fue víctima en Discofobia el congresista Cavero, hacen eco a los ataques de grupúsculos de extrema derecha como La Pestilencia.
El Congreso se está dando cuenta, con lentitud y a sus expensas, de que no se puede gobernar sin el Ejecutivo. Hasta un fantoche debería tomar algunas decisiones, como se aprecia en la radical incompetencia del ministro del Interior. Las grietas son cada día más visibles y ruidosas.