Australia ha dado un paso sin precedentes al legislar una prohibición para que menores de 16 años puedan abrir cuentas en redes sociales. Este intento por frenar el impacto nocivo de estas plataformas ha sido ampliamente debatido. Por un lado, los defensores de la medida argumentan que limitar el acceso a entornos tóxicos es una necesidad urgente. Por otro lado, los críticos cuestionan la viabilidad de su implementación y sus implicaciones éticas.
Hace unos años, un grupo de activistas que trabajaban para Meta reveló una verdad incómoda: Instagram, la plataforma que redefine la vida cotidiana de millones de adolescentes, tenía en su poder un estudio interno que vinculaba su uso con un aumento de suicidios entre adolescentes. Sin embargo, esa información nunca salió a la luz de manera oficial. ¿La razón? La relación directa que descubrieron entre el contenido de Instagram, la distorsión del estándar de apariencia física y el abuso de dichas plataformas por parte de mujeres jóvenes menores de 16 años. Meta, según se reveló, decidió enterrar los datos, optando por priorizar la expansión de su red y sus ingresos publicitarios.
El problema central radica en cómo las redes sociales han logrado infiltrarse en el núcleo de nuestra construcción de la realidad. El mundo idealizado que presentan —donde los cuerpos son perfectos, las vacaciones son eternas y la felicidad es constante— se convierte en el parámetro que los usuarios, especialmente los más jóvenes, perciben como alcanzable y deseable. La pregunta es inevitable: ¿qué consecuencias tiene para una generación construir su identidad en un entorno que prioriza la ilusión sobre la autenticidad?
Las redes sociales no son un lugar para la verdad, sino para la simulación. En estas plataformas, nosotros, nuestros conocidos, amigos y familiares —y más recientemente, una legión de influenciadores— proyectan una vida que parece inmaculada. Nadie publica sus errores o sus momentos de vulnerabilidad. Las redes, por diseño, premian la perfección y castigan lo ordinario. Así, lo que consumimos en estos entornos se convierte en el espejo distorsionado de una realidad que nadie vive, pero todos aspiran a alcanzar.
En el caso de los adolescentes, el impacto es devastador. Su sentido de identidad, en proceso de formación, es moldeado por ideales inalcanzables. La presión por encajar, por ser validado, por ser ‘lo suficientemente bueno’ no solo afecta su autoestima, sino que contribuye a una crisis de salud mental de dimensiones preocupantes. Según un análisis en Australia, desde 2007, los índices de suicidio y autolesión entre adolescentes se han disparado, y los expertos no dudan en señalar el vínculo con el auge de las redes sociales.
La revelación del estudio interno de Meta es solo un ejemplo de cómo las grandes corporaciones tecnológicas han priorizado sistemáticamente sus ganancias sobre el bienestar de sus usuarios. Aunque plataformas como Instagram han implementado herramientas de bienestar digital —como límites de tiempo y recordatorios para desconectarse—, estos esfuerzos son una solución superficial a un problema mucho más profundo. En lugar de abordar las causas estructurales de los daños que generan, las redes sociales siguen operando bajo un modelo que fomenta la adicción y la insatisfacción.
¿Dónde están los padres? La propuesta de que las plataformas compartan la responsabilidad con los padres, como se ha sugerido en Francia, no resuelve el problema de fondo. La verdad incómoda es que estas empresas tienen los datos, los recursos y el conocimiento para mitigar los efectos negativos de sus productos, pero no lo hacen porque alterar su modelo de negocio pondría en riesgo su rentabilidad.
La pregunta final no es si las redes sociales son inherentemente buenas o malas, sino si somos capaces de utilizarlas de manera consciente y ética. En su estado actual, estas plataformas no están diseñadas para el bienestar de sus usuarios, sino para maximizar el tiempo de uso y la exposición a publicidad. Cambiar esto requiere una combinación de regulación gubernamental, responsabilidad corporativa y educación social.
El ejemplo de Australia podría marcar el inicio de un cambio global. Sin embargo, la solución no puede limitarse a prohibiciones o restricciones. Necesitamos un enfoque más amplio que incluya la promoción de entornos digitales más saludables, la regulación de algoritmos que fomentan comportamientos dañinos y, sobre todo, una conversación honesta sobre el papel que queremos que las redes sociales desempeñen en nuestras vidas.