En una expresión propia de su anunciada política de imponer mediante la fuerza las reglas de Estados Unidos, el presidente electo Donald Trump exigió el pasado lunes al movimiento de resistencia palestina Hamás la liberación de todos los prisioneros israelíes en su poder bajo la amenaza de hacerle pagar «un infierno».
Para quienes conocen al próximo ocupante de la Casa Blanca y recuerdan sus estrechos vínculos familiares y de negocios con personajes y asociaciones sionistas, donde confluyen banqueros y fabricantes de armas de Estados Unidos no hay nada nuevo o sorprendente en su hostilidad hacia el movimiento de liberación palestino.
Trump mantiene una interesada adhesión al régimen del apartheid israelí, encabezado hoy por un Gobierno que conjuga a la extrema derecha sionista y los partidos ultraortodoxos ppromotores de una teocracia absolutista judeo-sionista, defensora de la limpieza étnica y la eliminación o expulsión violenta de la población nativa.
«Todo el mundo habla de los rehenes que están siendo retenidos de manera tan violenta, inhumana y contra la voluntad de todo el mundo en Medio Oriente, ¡pero son solo palabras y no hay acción!», escribió Trump.
Trump olvida 76 años de ejercicio por el Estado israelí de una política de exterminio físico, violento, de la población nativa residente en Palestina siglos antes de 1948, mediante un sistemático terrorismo de organizaciones criminales sionistas, debidamente documentado por académicos judíos antisionistas.
A su entender, las masacres cometidas desde el 7 de octubre por el Gobierno de Benjamin Netanyahu en Gaza, Cisjordania y Jerusalén, así como en Líbano, los más de 50 000 muertos sumados en esas agresiones, de ellos el 70 por ciento mujeres y niños, así como los más de 100 000 heridos, mutilados y lesionados por decenas de miles de toneladas de metralla y la destrucción total de ciudades completas, tampoco dibujan un verdadero infierno que sigue exterminando a pobladores palestinos.
Trump pretende ignorar el fracaso de las negociaciones planteadas por Hamás para un intercambio de prisioneros, provocado por la política de dilación de Netanyahu, que tuvo un primer paso exitoso y que los familiares de los militares y civiles aún cautivos piden en continuas manifestaciones masivas cada semana a su propio gobernante.
Netanyahu, quien no supo advertir el peligro —o que lo vio y dejó venir, según algunos analistas— se siente perdido, derrotado, porque sabe que no ha podido liquidar a Hamás, ni obtener la victoria total que prometió hace más de 14 meses después de emplear el poder destructivo equivalente a varias bombas atómicas como las lanzadas por Estados Unidos en Hiroshima. Su fracaso lo coloca ante uno o varios juicios pendientes por corrupto y otros que surgirán por incompetente.
Un acuerdo de rehenes y alto el fuego entre Israel y Hamás parecía estar cerca de concretarse a principios de este año, pero el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, trabajó para sabotearlo, un hecho que ha sido ampliamente reconocido por los medios de comunicación y funcionarios israelíes.
La amenaza de Trump se produjo después de que Hamás publicó un video de Edan Alexander, un soldado israelí-estadounidense de las Fuerzas de Defensa de Israel capturado durante la rebelión armada palestina liderada por Hamás el 7 de octubre en el sur de Israel.
En el video, Alexander se dirigió a Trump y le pidió que usara su «influencia y todo el poder de los Estados Unidos para negociar nuestra libertad». Negociar, no salir a matar, reclamó el prisionero.
El pasado lunes Israel también confirmó la muerte de Omer Maxim Neutra, un comandante de tanque de las Fuerzas de Defensa de Israel nacido en Nueva York.
El ingreso e incorporación de militares estadounidenses judíos en las fuerzas armadas de Israel y su participación en las masacres de civiles borra las líneas fronterizas de Israel y Estados Unidos. Se funden en una línea invisible, pero tangible, que convierte a la Casa Blanca en el verdadero patrón en Israel, el diseñador del régimen de apartheid colonial racista impuesto mediante la ocupación militar.
Washington es cómplice y partícipe de la brutal represión cotidiana de todos los residentes en los territorios árabes ocupados desde 1967, cuando se definió los territorios de Gaza y Cisjordania como el espacio de un Estado palestino independiente y soberano, con Jerusalén Oriental como su capital.
A partir de 1978-1979 con la apertura de las negociaciones de paz entre Israel y Egipto, que concluyeron con la firma de los Acuerdos de Camp David, Washington se apropió de la gestión y solución según su interés del conflicto árabe-israelí.
Así apareció la fórmula de dos Estados, pero Estados Unidos introdujo un esquema de aplicación por etapas, que solo contribuyó a anular la legitimidad de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) como Movimiento independentista de un territorio ocupado ilegalmente y su derecho a recurrir a la acción armada.
Israel ha sido ejecutor del trabajo de intimidación de todas las naciones árabes en la región, mediante la agresión directa para suprimir gobiernos nacionalistas, independientes, movimientos populares y patrióticos que son descalificados, como ocurrió antes de Gaza en Líbano, Irak, Libia, Siria, Yemen, desde 1978 a la fecha.
Por eso no es extraño que Donald Trump amenace con extender y amplificar la matanza genocida del régimen sionista israelí durante los últimos 14 meses.