En la izquierda las hemos pasado canutas (y lo que queda) pero siempre Antonio Romero era un asidero en la marejada y ponía sus faros largos cuando no se veía salida. Sonrisa permanente, mirada directa a los ojos y abrazo fácil.
Escribir esta tribuna no es fácil. Se hace bola. Aunque recordar la biografía política de Antonio es un placer, un orgullo de clase y un sacar pecho por lo mejor que ha parido el pueblo andaluz en el seno de una familia humilde del corazón de Andalucía: Humilladero (ese pueblo en el que en 2007 se aprobó una moción municipal para que se implantara la III República).
Sin embargo, refrescar el cariño que profesaba y el entusiasmo que transmitía duele. Porque en la izquierda las hemos pasado canutas (y lo que queda) pero siempre Antonio era un asidero en la marejada y ponía sus faros largos cuando no se veía salida. Sonrisa permanente, mirada directa a los ojos y abrazo fácil.
Desde su pueblo y con su enfermedad era capaz de estar en el meollo de las cuitas de la izquierda. Más de uno y de una se sorprendería de las conversaciones que se atendían en su teléfono. Todas y todos saben que fue una figura indiscutible de la historia de la izquierda, lo que no saben tantos es que hasta sus últimos días también lo era de la intrahistoria cotidiana, esa que transcurre entre bambalinas.
Llamaba, dictaba cartas, asistía donde podía. No faltaba su análisis, no cesaba en el intento, no se rendía: era infatigable. Como también lo ha sido y es su familia, gran soporte de Antonio y a la que la izquierda tiene tanto que agradecer.
Conocí a Antonio Romero siendo adolescente cuando todo el mundo hablaba de él en las municipales de 1995. Se había mudado al popular barrio de Huelin, de Málaga, donde también vivía Chiquito de la Calzada y donde yo estudiaba en el instituto. Sobra decir que tenía la sensación de vivir en el centro del mundo. Antonio era como una estrella de rock y aunque no le dejaron gobernar Málaga, sí se convirtió en el “alcalde moral”. En aquel tiempo la moral en política estaba en mayor estima que ahora.
Antonio Romero era un hombre culto, autodidacta y con una inteligencia y memoria privilegiadas. Era el hombre sabio en los términos que entendía Saramago. Derrochaba anécdotas vividas por él, contadas por otros o reinventadas pero que servían para dar lecciones, dar ánimos o apuntar soluciones. Sus chistes y anécdotas no eran inocentes porque estaban cargadas de intencionalidad y discurso político. Contar esas “bromas” era su forma de hacer pedagogía ante lo complejo, y haciéndolo así, conseguía que hasta la persona más sencilla fuera partícipe del análisis y debate político.
Era un hombre bueno. Derrochaba cariño y fraternidad porque hacía sentir especial a quien se le acercaba, que no eran pocos. Recuerdo cuando en sus tiempos de diputado raso era raro el día en el que no aparecía alguien por la sede preguntando por él para que le echase un cable por tal o cual problema. Normalmente personas vulnerables a las que les habían cerrado todas las puertas pero que sabían que la de Antonio estaba siempre abierta, como la de su casa con Carmen en Humilladero.
Él establecía vínculo con toda persona y se hacía querer porque mostraba atención y respeto. Sus camaradas bromeábamos con eso y decíamos que, si dejabas caer a Antonio en paracaídas en cualquier pueblo de Andalucía al azar, seguro que era capaz de preguntar por la familia, con nombre y apellidos, al primero que se le cruzase. No exagerábamos tanto, “Andalucía huele a Romero” fue más que un lema electoral. Para él la fraternidad no era una consigna vacía, era un modo de vida.
Antonio ejemplificó cómo nadie la incorporación a organizaciones populares e hizo protagonista de la Historia a personas sencillas. Un joven jornalero al frente de las Comisiones Obreras que llegó a ser un referente moral y político para la clase trabajadora y dirigente del PCE e IU. Todo ello porque hizo valer la importancia de la acción colectiva y de estar organizado con otras y otros de su misma clase. Eso le convirtió en voz del campo andaluz en la transición y en diputado jornalero de verbo fulgurante en el Congreso.
Si bien tenía una gran personalidad y un enorme atractivo entre la gente, a diferencia de otros liderazgos, en su caso supeditaba su criterio e interés a las decisiones colectivas. Para él era prioritario preservar lo colectivo, por eso era, en el mejor sentido, un hombre de partido. De que era una persona fuera de lo común con un marcado sentido de la justicia ya se dio cuenta el cura del pueblo y quiso que estudiara en los Salesianos pero su padre se opuso.
Él contaba una anécdota de niñez en la que el cura le pedía cuentas por no ir a misa los domingos porque se pasaba la mañana cazando con los amigos. La respuesta suya fue que iría a misa si el párroco le garantizaba que al salir de la iglesia tendría algo que llevar para comer en casa. Tenía claras las prioridades materiales y así lo entendió toda su vida: la dignidad de la gente empieza por cubrir sus necesidades y la democracia se encuentra también en las neveras de las casas de familia, las cuales están más vacías en Andalucía que en el resto. Y a eso le añadía otra verdad: la pasión por los galgos.
Era un hombre valiente. De los echados para adelante cueste lo que cueste. Peleó contra las cloacas del Estado y contra los corruptos, y junto a Miguel Díaz contó la colonización de la Costa del Sol por la mafia (de esa que existe, pero de la que se habla tan poco) aunque le supusiera, como advertía, mirar los bajos del coche cuando estaba por Marbella.
Pienso en Antonio y me vienen a la mente sus coetáneos de tantas historias pasadas, otras y otros camaradas que hoy recuerdan batallas con él, junto a él o a pesar de él (era muy conciliador). Fue uno de los extraordinarios de una generación extraordinaria. Pero pienso también en los que llegamos después y lo conocimos desde la admiración pero, gracias a su generosidad, nunca desde la distancia.
Pudimos aprender de él porque nunca dejó la trinchera y porque tampoco abandonó a la tropa. Y pudimos ver cómo, también en situaciones de enorme dificultad personal siempre hay que llevar la cabeza alta y dar un paso más. No dejó que la enfermedad lo apartase de la lucha que dio sentido a su vida.
Antonio Romero Ruiz no será para las próximas generaciones solo una figura histórica de las que tienen entrada en Wikipedia porque ha impregnado con sello propio el legado de la izquierda andaluza. En esta carrera de relevos de la causa de la humanidad él mantuvo el testigo hasta el final para que otras y otros puedan seguir avanzando. Se ha ido un grande que siempre pensó y amó en grande. Se ha ido un comunista de los pies a la cabeza.