Más allá de los errores puntuales cometidos por Juan Lobato en el episodio de la notaría, al hasta ahora secretario general del PSM le había puesto Pedro Sánchez la cruz no porque fuese mal político o por sus resultados electorales, sino por la sencilla razón de que no era de su cuerda, no decía a todo «sí», como los demás, y tenía ideas propias, algo prohibido por la estructura sanchista desde que llegó al poder arropado por José Luis Ábalos, Koldo García y Santos Cerdán, sus tres inseparables mosqueteros.
Que los dos primeros estén hoy imputados por la comisión de graves delitos, y el tercero acusado de cobrar una mordida, dice muy poco de quien llegó a la Moncloa enarbolando la bandera de la lucha contra la corrupción. Y dice menos aún, por extensión evidente, del partido que está en el Gobierno, y del Gobierno mismo, ambos convergentes en la figura de su jefe supremo.
Jamás un presidente tuvo a su alrededor tanta basura. Su esposa, su hermano, sus mosqueteros, varios ministros señalados por Aldama, su fiscal general investigado por el Tribunal Supremo. Y ocurre que el culpable de todo es Lobato.
Las hordas sincronizadas de la opinión pedrista, dirigidas siempre desde las cañerías por una legión de setecientos asesores, son implacables cuando ponen el foco en alguien, se llame Isabel Díaz Ayuso, Alberto Núñez Feijóo o Juan Lobato. En este caso, el argumentario es tan simple como eficaz, y cuanto más simple más eficaz resulta. Lobato es un traidor. Pero no por lo de su declaración notarial, que eso importa, pero no era lo importante. Lo que molestaba al Uno es que hubiera ganado las primarias sin su apoyo, que no fuese de la cuadrilla del Maeztu, como Pepu y Paco el delegado, y que manifestara su respeto por figuras históricas del socialismo español, como Felipe González, Alfonso Guerra o Alfredo Pérez Rubalcaba. Más aún, Lobato tenía la «mala costumbre» de hablar con todo el mundo, incluso con los diputados o concejales del PP y de Vox, algo imperdonable en estos tiempos ruines.
No era, y eso jugaba en su contra, de los que rehuían a las radios o periódicos extramuros del régimen, lo que escocía más a quien tiene por costumbre dar entrevistas sólo a los que piensan como él o le aplauden siempre. Algo así como lo que pasa hoy en el partido, o en el Gobierno. Sánchez dice cualquier cosa y le llueven los aplausos desde la bancada colorada, a veces en clara contradicción con el discurso de ayer. Lo mismo da. Lo que airea el líder hay que festejarlo por el simple hecho de que lo ha expresado, aunque sea en favor del partido de ETA, del golpista Puigdemont o de la ultraderecha italiana y húngara, como ha sucedido ahora con dos nombramientos para la Comisión Europea. Las ideas de Sánchez mutan según la conveniencia del momento, y para ello necesita gente que no ponga peros a nada, importando poco si el currículo que exhiben es el adecuado, incluso desde el punto de vista de la corrupción.
Curioso que los alfiles más cercanos al presidente estén hoy afectados por procedimientos judiciales de tramas sospechosas. En ese escenario, un tipo como Lobato, el último felipista en el aparato, molestaba sobremanera porque, como explicó ayer en carta el afectado, «mi forma de hacer política no es igual que la de una mayoría de la dirigencia de mi partido». Y es verdad. Ha sido la excepción dentro de una organización que no admite excepciones. Sánchez no quiere testigos ni disidencia.
No se le puede pedir que hiciera lo que ninguno de nosotros estaría dispuesto a soportar. Por eso es comprensible su salida.