La cultura patriarcal se produce y reproduce de diversas formas, abarcando amplias manifestaciones sexistas desde lo instituido por ejemplo, en la división sexual del trabajo, en la remuneración diferenciada por sexo, en la feminización de la pobreza, en los roles de cuidado asignado a las mujeres, hasta lo relacional como la violencia de pareja en sus diversas manifestaciones físicas, psicológicas, económicas y sexuales, el abuso sexual entre pares, acoso sexual, violaciones, entre otras.
Si profundizamos en la violencia sexual como ámbito específico de la violencia patriarcal, logramos identificar un ejercicio de poder aprendido que implica el sometimiento de la victima a tener interacciones eroticas-sexuales sin su consentimiento. Este ejercicio de poder implica hacer uso de diversas estrategias para intimidar, generar miedo y someter con amenazas, manipulación, abusando de las víctimas cuando están en estados alterados de conciencia por consumo de drogas o alcohol. También se utilizan estrategias como la seducción, utilizando a su favor la idea del “amor romántico” empujando sutilmente los límites, coartando la posibilidad de decir que no, reforzando la asimetría de poder culturalmente impuesta. Como dice Brigitte Vasallo: “Los desequilibrios que se dan en las relaciones son intrínsecos a la romantización de las mismas. No es un desvío del sistema, no es anecdótico, es el sistema en sí mismo”. [1]
La violencia sexual tiene diversas formas de manifestarse. Algunas cifras analizadas en el último Dossier informativo del año 2024 de la Red Chilena contra la Violencia hacia las Mujeres y que nos permiten identificar cómo opera en Chile son:
Cuando hablamos de consentimiento, nos referimos a la práctica afirmativa de manifestar de manera clara y explícita que aceptamos una interacción erótica-sexual. En ese sentido, para que este consentimiento sea válido, debe otorgarse de manera libre y voluntaria, sin que exista una relación de poder donde prime el miedo y sin un estado alterado de conciencia producto de drogas y/o alcohol. Nos referimos a un “¡sí!” entusiasta y por cierto, este “¡sí quiero!” es revocable en todo momento. Es decir, aun afirmando el deseo de interactuar sexualmente con alguien, existe la posibilidad y el derecho de dejar de desearlo, comunicar dicho límite y que este sea respetado sin ningún tipo de represalias.
Las personas que no son capaces de aceptar un no como respuesta, deciden generar mecanismos para lograr su propio objetivo, sin respetar a la otra persona, su deseo y decisión. La violación es un claro ejemplo de ello. Donde el cuerpo de la otredad debe estar accesible y al servicio del deseo masculino. “¿Cómo una mujer va a decirme que no, a mí?”
*Se recomienda ver: Consentimiento Sexual Explicado con Té [doblaje español]: https://www.youtube.com/watch?v=E4WTnJCMrH8
Como feministas, nos hemos dedicado históricamente a nombrar, visibilizar y denunciar las violencias que nos cruzan en el cuerpo. Con frecuencia nos dedicamos a apuntar a los responsables, con nombres y apellidos, sean jueces, futbolistas, jefes, vecinos, ex parejas, pololos, quienes bien han aprendido los mandatos de una masculinidad hegemónica y ejercido su poder sobre nosotras.
Reflexiono en tanto que las relaciones y el ejercicio de poder se aprehenden culturalmente, y por tanto, existe un potencial de cambio, de transformación de las formas en que nos relacionamos, pues no está todo establecido, y las feministas bien sabemos de ello en tanto consideramos que “lo personal es político”.
Históricamente hemos sostenido que otros modos son y deben ser posibles, me pregunto entonces: ¿Existe posibilidad de horizontalizar las relaciones? ¿Qué herramientas podemos entregar a las mujeres y disidencias? ¿De qué formas podemos generar espacios de contracultura para que puedan existir relaciones más horizontales, donde el consentimiento y los acuerdos puedan ser la base de las interacciones sexuales, afectivas en toda índole?
Ponernos al centro de la cuestión, volcar nuestras energías, más allá de la resistencia en los márgenes, proponer, aprender y enseñarnos otras formas posibles, reconocer y recuperar el poder que nos han hecho creer que no tenemos. Autonomía sobre nuestros cuerpos y proyectos de vida. Decidir con quién, cuándo y cómo me desvisto. Aprender herramientas para generar acuerdos, desde lugares más horizontales y de cuidado. Dotar de contenido práctico las consignas históricas que nos den herramientas en las interacciones cotidianas, en el trabajo, en la casa, en la cama.
Si bien comprendemos que la violencia se reproduce de múltiples formas y en distintos lugares, y por ende es preciso abordarla en todos los espacios: en los medios de comunicación, la familia biológica, la iglesia, el trabajo, las relaciones interpersonales, etc.
Existe, a la base de diversas reflexiones y experiencias, la necesidad de abordar el problema desde un lugar preventivo, que promueva relaciones más horizontales, que se basen en el respeto mutuo y la diversidad, donde se nos eduque emocionalmente para relacionarnos más asertivamente y mejor.
La educación sexual integral no sexista es un camino y una propuesta que cada día toma más fuerza en Chile. Un país donde la educación sexual es escasa o nula, precaria, errante, cartucha y doble moralista, donde “con mis hijos no te metas” es la excusa perfecta para no abordarla desde lugares comunes de educación como las escuelas, colegios, institutos, universidades, organizaciones sociales y comunitarias, colectivas, etc.
Cabe preguntarse: ¿por qué los sectores conservadores están en contra de tal propuesta, que sin duda es un aporte a construir una sociedad más igualitaria, en donde las relaciones de poder y las violencias no tengan lugar, puedan ser identificables y condenables, así como entregar herramientas para prevenirlas? Por mencionar solo un ejemplo transfronterizo, en el año 2020 en Argentina, casi el 80% de las niñeces victimas de abuso sexual identificaron y denunciaron a raiz de tener educación sexual integral. [2]
Es interesante preguntarse cuáles son las motivaciones que sostienen una negativa a la propuesta de una educación sexual integral que tiene por principio una perspectiva de derechos humanos en donde sus cinco pilares son: el cuidado del cuerpo propio y ajeno; la valoración de la afectividad; la diversidad; el ejercicio de derechos y la perspectiva de género.
Entregar herramientas de manera progresiva acorde a cada ciclo vital, pone en el centro el respeto por el propio cuerpo y el de las demás personas. Es propiciar las bases para conocer, reconocer y ejercer el consentimiento mutuo, es decir, establecer acuerdos para que todas las personas involucradas en una interacción sean libres de tomar decisiones y establecer límites en función de sus propios deseos y necesidades sexuales, eróticas y afectivas respetando la de las demás.
Es entonces imperante el desafío de educar y educarnos, y por sobre todo destinar esfuerzos en la prevención de la violencia y promoción de una vida libre de violencia.
Por Camil Mondaca Luman, integrante de la Red Chilena contra la Violencia hacia las Mujeres.