Marc, nacido en Barcelona y residente de la provincia de Gaza, Mozambique, conduce su vehículo hacia la cañada situada bajo su casa. Tiene prisa, aunque su rostro mantiene una apariencia calmada. Hace escasos minutos desde que uno de sus trabajadores le hizo saber que la cañada está en llamas, y el humo gris se confunde ahora con la dulce neblina del atardecer. Marc conduce para dar un rodeo, descender a la cañada y enfrentarse a las lenguas rojas que pretenden sustituir el color verde por las cenizas. Si alguna de esas lenguas conectase con los arbustos que suben la colina hacia su hogar, la noche tornaría en día por un artificio del oxígeno, y todo aquello por lo que han luchado Marc y su familia en los últimos veinte años terminaría reducido al punto de partida.
Le han dicho que un hombre merodeaba con un machete cerca de donde se originó el incendio. Marc ha podido localizarle gracias a su dron y, tras comprobar que el incendio no saldrá de la cañada, allá que va para interceptar al tipo. Le encuentra nervioso, se diría que asustado. Dice que salió a pasear después de comer y que fueron las llamas las que le atrajeron al lugar, en vez de ser él quien provocó el incendio. Niega haber hecho nada malo y Marc, que no tiene pruebas de la culpabilidad del mozambiqueño, le deja marchar sin llamar a la policía. Luego sube a casa, se sienta al borde de la colina y comprueba con paciencia que el fuego se extinga por sí mismo. Cae la noche. Puntitos rojos que hacen como constelaciones empiezan a desaparecer, hasta que el fuego se apaga completamente y el peligro pasa… hasta la próxima vez. Marc recuerda que esta es la segunda vez en un año que se incendia la cañada. Tiene pocas dudas de que habrá una tercera.
Gente como Marc los hay a cientos en Mozambique. Locales y extranjeros. Cientos de familias que habitan en las zonas rurales del país africano y que sufren o temen sufrir las consecuencias de los incendios que arrasan la tierra con la ferocidad del descontrol, como un pecado original que insiste en contaminar el paraíso. Porque Mozambique es un país donde, según los datos ofrecidos por Global Forest Watch en 2010, cada año se pierden 285.000 hectáreas de bosque debido a los incendios; cuatro veces la ciudad de Madrid se queman cada año. En diez años, Mozambique pierde el equivalente al tamaño total de Armenia. Países enteros sepultados por el fuego, sólo que ocurre en un único país.
El gobierno mozambiqueño, controlado por el Frente de Liberación de Mozambique (FRELIMO) desde hace más de cincuenta años, estableció entre 2008 y 2018 una serie de programas destinados a combatir los incendios forestales. La idea consistía en atraer una mayor participación ciudadana y aplicar nuevas tecnologías destinadas a prevenir el desastre estacional (la mayoría de los incendios ocurren durante los primeros meses de verano, cuando el viento sopla con mayor virulencia, antes de que se inicie la temporada de lluvias). Igualmente, se buscó implantar técnicas alternativas que minimizasen las quemas, a la vez que se garantizaba la conservación del suelo mediante el uso de métodos tradicionales. Estas medidas, junto con otras, pretendían reducir un 10% de los incendios en el país.
La idea era buena. Era necesaria. Y dieciséis años después de aquellas buenas intenciones, en Gaza, Mozambique, todos los locales coinciden en lo mismo: el gobierno no hace nada. Ni siquiera lo intenta. En teoría, al tratarse de una nación socialista, las tierras pertenecen al Estado, pero, a efectos prácticos, éstas pertenecen a las familias y son las familias quienes se encargan de hacer que esa masa inerte de minerales se decida a escupir los cultivos necesarios para alimentar a los niños.
Y lo explica de forma similar Antonio Serra, coordinador de proyectos de WWF en Mozambique: “en los viejos tiempos, el gobierno solía tener un programa de para combatir por la vida silvestre en todo el país, pero, probablemente debido a la escasez de fondos, estos programas ya no son tan grandes como lo era en el pasado […]. El gobierno debe intensificar la educación ambiental esencial centrada en las escuelas, promover la iniciativa de manejo de incendios y la iniciativa de manejo forestal a través de incentivos (por ejemplo, el pago de créditos de carbono)”.
En realidad, no se trata de que el Estado no posea los medios necesarios, aunque algunos agricultores interrogados también excusaron la inacción en las famélicas capacidades del tesoro público. Se sabe que no faltan medios porque fue Naciones Unidas quien identificó Mozambique como una de las naciones del mundo con una mayor tasa de deforestación debido a la industria del carbón, industria en la que el gobierno mozambiqueño posee importantes participaciones y con la que colabora de forma activa. Es decir, que si el Estado tiene medios para talar sus bosques a niveles industriales, se puede suponer que tendrá los medios necesarios para reducir en un 10% sus incendios forestales. Realmente, no se trata de que el Estado no tenga los medios, sino que trata de que los agricultores no tienen los medios para evitar los incendios.
Porque debe decirse que la mayoría de los incendios en Mozambique vienen provocados por la quema intensiva de tierras de cultivo. El viento sopla en el momento menos oportuno, los humanos se llevan las manos a la cabeza y el bosque sagrado de los antepasados se convierte en una chimenea, enfureciendo al difunto abuelo de alguno y extendiéndose hasta que la tierra permuta en un infierno. Este es un problema habitual en un generoso número de países africanos, sin embargo. El estudio previamente citado de Global Forest Watch ya especificó que el 80% de los incendios en el continente corresponden a aquellos provocados por agricultores y donde no se queman más de 100 hectáreas cada vez. Acre a acre, el diablo riega su jardín.
Llegados a este punto, es necesario empatizar con la situación de los agricultores mozambiqueños. Primero, porque debería decirse agricultoras antes que agricultores, pues son las mujeres quienes cuidan las huertas en Mozambique, huertas ubicadas en la mayoría de las ocasiones a largas distancias (dos o tres horas caminando) de sus hogares. Tres horas de ida y tres horas de vuelta antes de que el sol caiga del todo, añadido al duro esfuerzo físico que supone desbrozar un campo con las manos, explica en parte el uso del fuego para acelerar el proceso antes de la nueva siembra.
En España se dispone de herbicidas, tractores, desbrozadoras, podadoras, subvenciones estatales y demás sistemas de regulación de cultivos que puede permitirse un país desarrollado. En Mozambique, a falta de una maquinaria accesible que se salga del útil pico y de la sufrida pala, y temiendo las mujeres agricultoras que el carísimo herbicida que venden indios y blancos sea una estafa (como tantas cosas que trajeron los indios y los blancos), el fuego es la herramienta más a mano. El fuego es la única alternativa. Es así de sencillo.
Cuando ocurre una plaga, se quema el campo. Cuando se desea aplicar el monocultivo, por ejemplo para sembrar maíz, se quema el campo. Cuando hay que eliminar rastrojos, se quema el campo. Cuando hay que desbrozar, se quema el campo. Cuando hay malas hierbas, aunque muchas de estas hierbas no sean necesariamente perjudiciales para el cultivo, se quema el campo. Cuando un vecino envidia a otro o surge una disputa con motivo de la división de tierras, se quema el campo. Cuando no hay dinero para utilizar métodos contemporáneos, se quema el campo, hasta que uno recuerda a aquellos que desprecian a los africanos por utilizar técnicas agrícolas arcaicas o por vivir en chozas de barro en pleno siglo XXI, como si no hubiera escondida tras estas realidades una precariedad económica que estanca el desarrollo.
Es cierto que puede hallarse un factor de tradición en la quema con fines agrarios en Mozambique, igual que se ha practicado la quema de rastrojos durante siglos en España. Pero debe saberse que la tradición no inhabilita necesariamente una evolución de los métodos por medio de la mecanización del capital, tanto en Europa como en los países africanos, siempre que haya dinero disponible para acumular en ese capital. Que el problema que viven las agricultoras de Mozambique en relación con los incendios descontrolados no se debe a su tradición, sino a la imposibilidad material de dirigir su tradición hacia los cauces de una modernidad que respete sus modelos culturales.
Un ejemplo accesible que explica esta falta de medios disponibles a nivel local se refleja en los bomberos que actúan en las zonas afectadas. El trabajador de una ONG de la ciudad de Xai-Xai explicaba a este periodista que los bomberos de la localidad eran una fachada antes que un medio efectivo para combatir a los incendios: “tenemos bomberos, pero siempre aparecen tarde y hay veces que no se dan cuenta hasta que llegan de que tienen el depósito de agua vacío”. Este hombre indicaba además que “la mejor ayuda disponible son los vecinos. La comunidad se ayuda mucho mutuamente, aunque sabemos que la extinción de los incendios debería ser responsabilidad del Estado”. El Estado aparece constantemente como una anguila que se escurre de sus responsabilidades para buscar zonas húmedas, irritada por la sequedad del fuego.
Un interesante estudio publicado por The Lancet en enero de 2024 llegó incluso a establecer una correlación entre los incendios en Mozambique y la morbilidad infantil. Según apuntaba dicho estudio, esta correlación podía comprobarse en especial en las áreas de cultivo (más pobladas que los bosques) y concluía afirmando que “el humo de los incendios en el paisaje se asocia con morbilidad y se relaciona con la respiración en los niños. Es necesario mejorar la evaluación de la exposición para cuantificar mejor la contribución del humo de los incendios en los jardines a la salud de los niños en regiones con escaso control de la contaminación atmosférica”. Se comprueba de esta manera que las pérdidas ocasionadas por los incendios van más allá de la fauna, la flora y la economía.
Los incendios matan y causan graves enfermedades respiratorias, donde el 61% de los niños estudiados eran menores de cinco años. Los incendios son como un jinete del apocalipsis que no quiere perdonar. Y la desidia del Estado mozambiqueño, juntamente con la falta de medios de las agricultoras, sirve como un carro de caballos que aúpa a este letal guerrero. Es una realidad que se repetirá el año que viene.