“Yo no creo en el modo vuelo”, proclama con enjundia un joven sentado frente a mí; su respuesta desparpajada pretende ignorar la urgencia de su amigo, que le pide obedecer las indicaciones de la azafata para el despegue del avión. “No creo en el modo vuelo”, repite. Al escuchar la perla de verdad salida de la boca del muchacho, sentí correr por mis venas cierto espesor, la pesadez que a una la invade cuando entra el pesimismo, que me acompañó durante el trayecto.
No he dejado de pensar en esa declaración, ese acto lingüístico que se corona como pequeña verdad individual que distorsiona la manera en cómo se entiende el mundo. Lo dicho por el joven viajero es un ejemplo de la mentalidad que prevalece hoy: la verdad es de quien la proclama, sin necesidad de demostrarlo.
La opinión personal se ha vuelto un acto de fe. Observo que esta ola del “yo creo” se ha convertido en tsunami de un tiempo a esta parte; pensemos en el colectivo que cree en la Tierra plana, o que descree la existencia de los campos de exterminio nazis. Trump, “el gran influencer”, dio un buen empujón a esta modalidad perversa de la subjetividad, cuando el año pasado, ante el reporte en el que los científicos confirmaban que el calentamiento global sin precedentes había sido provocado por la actividad humana, declaró: “no lo creo/ I don’t believe it).
Órale. De repente y de la nada, la mentalidad religiosa del creer o no creer ha invadido otras esferas antes gobernadas por el riguroso método científico. La especulación se ha confundido con la evidencia.
El lenguaje lo es todo, enmarca el horizonte de nuestro mundo, lo ensancha o estrecha, lo enfoca o hace más borroso. La desfachatez con las palabras es hoy una virtud que gana adeptos, likes y mucha fama. Pocos se preocupan por las devastadoras consecuencias del descuido lingüístico. En la actualidad, la atenuación -en particular en el periodismo y en la política- es una práctica preocupante, porque nos desorienta.
La atenuación es una estrategia comunicativa para disminuir la intensidad, la gravedad o la importancia de algo. La atenuación suaviza, por un lado, el mensaje del hablante; y por otro, la intención con que se emite para mitigar el impacto que pueda generar en su oyente y distanciarlo del mensaje. Atenuar puede tener efectos perversos sobre una situación de gravedad.
Hace unos meses, el consejo editorial del periódico británico The Guardian expresó su postura ética frente al cambio climático, redactando una guía de estilo para expresar las circunstancias que enfrentamos hoy. Dicha guía recomienda que se usen términos como “crisis climática”, “emergencia climática”, o bien, “calentamiento global”, y desterrar la atenuación expresada en la tibieza del término “cambio climático”.
La atenuación invisibiliza la urgencia, apaga el foco de alerta. Si a esta práctica generalizada se le suma la profesión de fe de los políticos y grupos fundamentalistas que “no creen” en el cambio climático, que lo consideran una farsa o un complot de sociedades secretas, nos dirigimos en picada a la catástrofe.
Hace una semana, la ciudad de Monterrey se sumó a la manifestación global para advertir sobre la inaplazable catástrofe ambiental. Desafortunadamente, la energía de protesta alcanzó a unas cuantas decenas de regios, no hizo mella ni aspavientos. Observo que el tema no llama la atención. ¿Será porque la gente “no cree” o porque el tema no vende? ¿Qué están haciendo las universidades, las instituciones, los medios para incorporar esta alarma ambiental en su radar y ponerlo al frente de las prioridades?
Carecemos de voluntad política en el más amplio de los sentidos para tratar el tema. Greta Thunberg reclama que no hemos hecho la tarea. Lo terrible es que nos negamos a entender que esto es una emergencia.
Me queda la ironía para cerrar este texto, citando a Guy McPherson, “Si en realidad piensas que el medio ambiente es menos importante que la economía, intenta retener tu aliento mientras cuentas tu dinero”.
Inés Sáenz
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