Si las izquierdas quieren evitar que las guerras culturales internas generen espirales autodestructivas, el remedio es bien sencillo. Situar el debate político y cultural dentro de los límites de lo profano, no dejarse enredar por las falsas e interesadas dicotomías identitarias, practicar el compromiso, la negociación y el respeto
Que el reciente congreso del PSOE votara borrar el Q+ de las siglas LGTBIQ+ y que esta votación se convirtiera en una de las noticias más destacadas del congreso me llamó mucho la atención. Me impresionó, por lo demás, que ello ocasionara en las redes sociales una de las disputas más agrias de los últimos tiempos entre las izquierdas, con descalificaciones exasperadas y un resentimiento que hacía tiempo que no veía. Me parece que tenemos ahí un grave problema.
El contexto es conocido. Desde hace más de tres décadas, primero en los Estados Unidos y luego en Europa y en el mundo, los planteamientos hoy coloquialmente conocidos como “woke”, que ponen el peso en los problemas identitarios de raza, género y orientación sexual, etc., han generado cambios, que a su vez han producido reacciones de signo contrario, no solo en la derecha conservadora o extrema sino también en otros sectores de opinión, incluida la izquierda.
Estas guerras culturales entre sensibilidades “woke” y “anti-woke” explican en buena medida la reelección de Trump. Según encuestas posteriores, los votantes indecisos decidieron finalmente votarlo, en lugar de a Kamala Harris, en un porcentaje algo superior por motivos culturales que por la inflación. Ahora, el establishment demócrata culpa al ala “woke” del partido por la derrota, y esta acusa a sus críticos de alinearse con la derecha. Mientras, Trump se baña en agua de rosas. Sus lugartenientes (Vance, Rubio, etc.) hicieron de la liquidación del “régimen woke” el eje de su campaña y Elon Musk declaró que “acabar con el virus woke” era la causa principal de su apoyo al reelegido presidente (que alienta estas disputas culturales y se mueve en ellas como pez en el agua).
Suele atribuirse el copyright de la expresión “guerras culturales” al sociólogo James Davison Hunter, que en 1991 publicó el libro 'In Culture Wars: The Struggle to Define America'. Comentando la polarización de las recientes elecciones, ha escrito ahora lo siguiente: “Durante treinta y cinco años se ha repetido ad nauseam que América estaba profundamente polarizada. En mi libro contribuí (para bien o para mal) a tal narrativa”, pero ha añadido que “las apariencias pueden engañar” y que “bajo la aparente polarización, bajo nuestras diferencias aparentemente inconmensurables, vivimos cada vez más en una cultura común, escalofriantemente nihilista”.
Frente a quien pueda pensar que esta visión es exagerada, “histriónica”, Davison Hunter afina el tiro y añade que en la vida real los nihilistas de verdad son una rareza, y que si el nihilismo ha llegado a dominar la vida pública norteamericana es por el miedo (un miedo “más abstracto más que real”, dice el sociólogo) que tiende a dominarlo todo: “Los republicanos tienen miedo de los demócratas, los demócratas tienen miedo de los republicanos, los heterosexuales tienen miedo de los gais, las lesbianas, los transexuales, y los gais tienen miedo de la homofobia”…
Ahora bien, ese panorama, ¿no recuerda al nuestro? También aquí se produce, y con características propias, porque no son únicamente las cuestiones relativas al género o a la inmigración las que levantan pasiones sino también las de identidad nacional o nacionalitaria. Sin ellas no se explicarían cosas tan raras como que Tamames presentara una moción de censura en nombre de Vox, o que la Fundación Francisco Franco reproduzca artículos de Joaquín Leguina, o que otros miembros prominentes de la vieja guardia socialista participen en el antisanchismo, o que Arcadi Espada minusculice (“sánchez”) el apellido del presidente del Gobierno. Son cosas que solo pueden explicarse por mecanismos bastante profundos. Las emociones identitarias pueden producir reacciones impensables en las tripas.
Tenía razón Emile Durkheim cuando decía que la dicotomía entre lo sagrado y lo profano ha sobrevivido a la secularización y pervive en lo más hondo de nuestras conciencias. También la tenía Antonio Machado cuando hizo decir a su Juan de Mairena que “nuestros políticos rara vez calculan, cuando disparan sus fusiles, el retroceso de las culatas, que suele ser, aunque parezca extraño, más violento que el tiro”.
Si las izquierdas quieren evitar que las guerras culturales internas generen espirales autodestructivas, el remedio es bien sencillo (aunque tal vez más fácil de anunciar que de aplicar). Basta con que la izquierda no fuera ni woke ni anti-woke, sino todo lo contrario. Basta con abandonar las causas sagradas, evitar las “ideas místicas, obscuras” (Durkheim) de los identitarismos confrontados. Si no fueran tan a menudo asesinas, las causas sagradas serían pomposamente ridículas.
Situar el debate político y cultural dentro de los límites de lo profano, no dejarse enredar por las falsas e interesadas dicotomías identitarias, practicar el compromiso, la negociación y el respeto, no parece un programa difícil de llevar a cabo.