La denuncia de un inquilino ante la plataforma —que no permite esos dispositivos ni siquiera desconectados— provocó que la vivienda desapareciese de la web durante dos semanas pero, tras ver cómo el anuncio regresaba, ha decidido reclamar ante la Agencia Española de Protección de Datos
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“Detrás de esa planta hay una cámara”. Pedro —nombre ficticio— llevaba casi dos semanas en aquella casa del barrio compostelano de Conxo, donde se alquilaban las habitaciones de forma individual, cuando, mientras preparaba la cena, uno de sus compañeros le señaló una maceta extrañamente colgada del techo. Tras ella, sin demasiado disimulo, se podía ver el dispositivo en el que, hasta entonces, no había reparado.
Pedro es un filólogo que llegó en septiembre a Santiago para realizar una estancia académica. En pleno inicio del curso, con los pisos para universitarios volviendo a abrirse un pequeño hueco entre los alojamientos turísticos tras el carpetazo del ayuntamiento a los que esperaban regularizar su situación alegal, pronto tuvo claro que, para sus necesidades, no iba a encontrar nada en el alquiler tradicional. Así que optó por la plataforma Airbnb.
Entre los precios que oscilaban entre los 700 y 800 euros por un mes, no tardó en emerger una oferta tentadora: una habitación por apenas 370 euros en Conxo, a un paso del Ensanche y a poco más de dos kilómetros de la Praza da Universidad, donde se ubica su centro de trabajo, en pleno casco histórico. Pedro no tuvo dudas.
El 16 de octubre se mudó a su habitación, una de las cinco que se alquilaban en la casas, de tres plantas, con baño y cocina compartidos por todos los huéspedes. Cuando él llegó, había otros tres, todos extranjeros y con planes de estancia similares al suyo. Fue uno de ellos el que le descubrió la primera cámara y le trasladó un convencimiento: “presentían que los miraban”.
Tras la sorpresa, Pedro entendió algunas cosas “extrañas” que le habían pasado en esos doce días. La casera -residente en Florida- le contestaba sus whatsapps justo cuando llegaba a casa. Y en una de las ocasiones, tras quejarse del olor a humedad que notaba en la habitación -estaba prohibido dejar las ventanas abiertas al salir de casa para que no entrase la lluvia- la propietaria le dijo que bajara a la planta inferior y le pidiese el deshumidificador a otro inquilino. “Yo pensé que tendría que ir llamando habitación por habitación, pero justo me lo encontré en la cocina. Claro, ella sabía que él estaba allí”, comprendió después.
Pedro preguntó a sus compañeros —dos jóvenes latinoamericanos y una chica de Europa del Este— por qué, si conocían la existencia de las cámaras, no habían hecho nada. Le confesaron que sí se encontraban “incómodos”, pero que ninguno de ellos pensaba pasar más de un mes allí, así que preferían evitar problemas.
La cámara de la cocina no era la única. En la denuncia que Pedro ha presentado ante la Agencia Española de Protección de Datos (AEPD) —que fue lo que le recomendaron hacer cuando acudió a comisaría— enumera otras tres: una en el rellano del primer piso y dos más en la entrada de la vivienda. Al contrario de lo que sucede con la situada en el exterior de la propiedad, estos dispositivos “no están notificados, no aparecen en las fotografías existentes del inmueble, no se informa de sus condiciones y están en funcionamiento”, escribe Pedro, que destaca el “camuflaje” de la de la cocina: ni ella ni la propia planta que trata de cubrirla están “en las fotos del anuncio”.
Esa misma noche, denuncia la incidencia a Airbnb y se pone en contacto con la propietaria, quien primero “insiste en que la cámara de la cocina está desactivada” y las otras dos “fuera”, pese a que, como indica Pedro, “están enfocando a las puertas de las habitaciones”. A lo largo de la conversación que mantendrán por whatsapp durante toda la madrugada —y que el denunciante ha adjuntado en su escrito a la AEPD— la dueña del inmueble llegará a asegurar que “todas las cámaras del apartamento están desconectadas”, pese a que el piloto rojo “se activa con la luz o con el movimiento”, tal y como demuestra con vídeos que ha incorporado en su documento.
Aunque ese argumento hubiese sido cierto, el comportamiento seguiría contraviniendo las normas propias de Airbnb. “No permitimos que los anfitriones tengan cámaras de seguridad ni dispositivos de grabación que vigilen los espacios interiores, aunque estén apagados”, explica la plataforma en su web, donde se puede leer: “Las cámaras ocultas siempre han estado prohibidas y seguirán estándolo”. Sólo se permiten cámaras de seguridad exteriores, monitores de decibelios y dispositivos inteligentes, siempre que “respeten” determinadas pautas y la legislación aplicable.
Pedro abandonó la casa esa noche y se trasladó al domicilio de un amigo, a 60 kilómetros de Santiago. Unilateralmente, y sin dar explicaciones, Airbnb le devolvió 184 euros y no los 222 que él consideraba que le correspondían, simplemente, dividiendo el pago por el número de noches que pasó alquilado. Sin embargo, tras ver cómo los anuncios de las habitaciones desaparecieron de la plataforma, decidió pasar página y dejar las cosas ahí. Hasta que regresaron.
Tras dos semanas desactivados, Airbnb vuelve a ofrecer la posibilidad de alojarse en uno de esos cuartos de la casa de Conxo. Ahora, como se puede ver en el anuncio, la propiedad informa de la existencia de “cámaras de seguridad y conectadas a la policía”, una de ellas fuera del edificio y las otras dos “fuera de la propiedad de los apartamentos”. Según Pedro, esas cámaras eran “las que a mí me había indicado que no funcionaban” y se encuentran “en los espacios comunes de la vivienda: entrada, rellano y cocina”.
En el momento de cerrar esta información, 24 horas después de la primera consulta, Airbnb todavía no había respondido a las preguntas de esta redacción.