Demandamos al anterior rey porque siendo culpable de un delito no fue siquiera juzgado. Porque creemos que en un Estado de derecho todos somos iguales ante la ley. Porque parece que, cuando se trata de determinadas personas, la Fiscalía prefiere no hacer su trabajo
Exmagistrados del Supremo y exfiscales de Anticorrupción denuncian al rey emérito por cinco delitos de fraude fiscal
Un grupo de juristas e intelectuales acabamos de presentar una querella contra quien fuera el rey de España. Demandamos al rey Juan Carlos porque es culpable de un delito contra la Hacienda pública. Pero lo demandamos, sobre todo, porque siendo obviamente culpable de un delito no fue siquiera juzgado. Presentamos esta querella porque creemos que en un Estado de derecho todos somos iguales ante la ley. Hemos tenido que presentar esta querella, finalmente, porque parece que cuando se trata de determinadas personas la Fiscalía prefiere no hacer su trabajo.
Nuestra querella parte de los hechos demostrados por la Fiscalía. En ese sentido no hay ninguna duda: gracias a las investigaciones realizadas por la Fiscalía española con el auxilio de otros países europeos, en 2020 quedó demostrado que, sin lugar a dudas, entre 2014 y 2019 el señor Borbón recibió numerosos pagos de diversas fundaciones radicadas en el extranjero, esencialmente para sufragar viajes privados y lujosas armas de fuego, pero no tributó por ello. En los cinco años que siguieron a su abdicación dejó de pagar a Hacienda en torno a cuatro millones de euros. Dado lo elevado de las cantidades, cometió, claramente, un delito fiscal castigado en el Código Penal.
En junio y noviembre de 2020 la Fiscalía informó al rey emérito de que se le estaba investigando por estos delitos. Una vez que supo que lo habían pillado, ya en febrero de 2021, Juan Carlos de Borbón pagó cinco millones de euros a la hacienda pública (lo que debía, más los intereses) para regularizar su situación. Al hacerlo aceptaba que efectivamente durante todos esos años había dejado de pagar lo que debía y era evidente que sólo accedió a pagar una vez que se vio descubierto.
Pese a la evidencia del delito, hasta hoy no ha sido juzgado. Por ahora ningún juez español ha dicho si Juan Carlos de Borbón tiene o no que responder por los delitos cometidos. Su caso se cerró antes de eso porque, sencillamente, ni siquiera fue acusado. Los fiscales decidieron que no merecía la pena ni siquiera llevar el asunto a los tribunales. Sorprendentemente, el Ministerio Público hizo todo tipo de piruetas argumentativas para evitar cumplir con su obligación de perseguir los delitos. La más grosera de todas fue considerar que nuestro antiguo rey había decidido espontáneamente pagar lo que debía, en un acto de arrepentimiento y antes de saber que se le estaba investigando. De ese modo, la Fiscalía decidió que podía beneficiarse de una amnistía y se le perdonaba su fraude a hacienda sin necesidad de que interviniera siquiera un juez.
La pretendida amnistía aplicada en este caso es, sin duda, menos polémica que la que se concedió a los independentistas catalanes. Al contrario que en aquella, cuando se trata de perdonar a corruptos y defraudadores nuestros jueces y fiscales no ven ninguna objeción en dejar de castigar a un delincuente.
Realmente, las llamadas amnistías fiscales sirven para sacar a la luz casos de fraude fiscal. Se trata de ofrecer a quienes no han pagado a Hacienda la oportunidad de hacerlo, aunque sea tarde. Así, se les perdona el delito cometido si, por sí mismos, remedian el daño y, reconociendo su falta, pagan lo que deben.
Implica una cierta claudicación del Estado, pero se hace para ahorrar investigaciones difíciles y a menudo inútiles y recuperar fondos que la caja común dejó de recibir.
Sin embargo, un requisito esencial para poder beneficiarse de una amnistía fiscal es que el defraudador acepte su delito y reconozca su deuda con hacienda antes de ser descubierto. De no ser así, nos encontraríamos con que lo que se perdona es algo que de todas formas se iba a recuperar. Además, se quiere evitar la perversión de que los delincuentes cometan impune y frecuentemente el delito de no pagar esperando a ver si son descubiertos para hacerlo entonces. El Tribunal Supremo tiene una clara doctrina en este sentido en la que dice que una vez que hacienda y el ministerio fiscal han detectado el fraude no puede entenderse que la regularización sea –como exige la ley– espontánea. Basta una comunicación genérica de que está siendo investigado, para acabar con la posibilidad de amnistía.
O eso creíamos hasta ahora. Porque cuando se trata del antiguo rey –incluso por los delitos cometidos después de abdicar– parece que las reglas son otras. Juan Carlos, y toda España, sabía que se lo estaba investigando. Conocía las comisiones rogatorias enviadas a otros países y había recibido las dos notificaciones del fiscal que especificaban que se había detectado su fraude. Aun así, los fiscales del caso no dudaron en entender que pagó los cinco millones de manera espontánea y sin saber que ya lo habían pillado. Así que decidieron que, pobre delincuente arrepentido, no procedía ni siquiera abrir juicio contra él.
Lo llamativo de este caso, pues, es que, a pesar de que hay pruebas suficientes de que el rey emérito cometió un delito, nunca ha sido acusado por ello. Hasta ahora.
Nosotros sí lo acusamos. Queremos, simplemente, que un juez diga si Juan Carlos de Borbón puede o no beneficiarse de una amnistía por los delitos contra la hacienda pública que cometió entre 2014 y 2019.
El antiguo monarca ha reconocido ya que ser un defraudador; ahora toca que la justicia decida si se le aplican las mismas normas que al resto de la ciudadanía o no. Es algo tan simple que da hasta pudor tener que pedirlo así, pero se ve que la Fiscalía, que tan exigente es contra otros delincuentes, se vuelve débil cuando de lo que se trata es de que don Juan Carlos de Borbón y Borbón pague por sus delitos.
No nos mueve, pues, ningún tipo de rechazo a la monarquía o a las personas que la representan. Nos mueve el respeto a la norma básica del Estado de derecho: que las normas se apliquen a todos por igual. Al hacerlo queremos sentar el principio de que nadie está por encima de la ley. O al menos, forzar a nuestros jueces a decir si efectivamente esto es así.
Dejamos la pelota en el tejado de la justicia, seguros de que su respuesta será un perfecto indicador de la calidad de nuestro sistema democrático. A ver.